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Este blog nace como un espacio alternativo para compartir conocimientos, intercambiar criterios y debatir ideas sobre hechos de actualidad y de comunicación. Si ingresó, le advierto que lo hace bajo su propio riesgo. Lo que aquí hago es opinar sobre diversos temas de interés. No para quedar bien con nadie, –entiéndase ideologías, partidos políticos, religión, sectores económicos- sino como un ejercicio muy íntimo de desahogo y reflexión que decidí compartir con ustedes.
Que estén de acuerdo o no, es lo de menos, con solo que se tomen el rato para leerme, me declaro por satisfecho. El que hablen de mí y de mis artículos, ya sea bien o mal, será la mejor retribución que pueden darme. Al final de cuentas, polémica y opinión siempre irán de la mano.
MI OPINIÓN

En condominio, sí, pero sin agua y añejos
Quien diga que vivir en torre es el paraíso azucarado…. o nunca ha vivido en una o simplemente está viendo muchos videos de millonarios en pent house.
No digo que tenga sus ventajas como la seguridad, las amenidades y la tranquilidad de no escuchar vendedores ambulantes tocando el portón cada cinco minutos, pero lo cierto es que los que vivimos en las alturas no estamos exentos de chascos iguales o peores que los que viven a ras del suelo.
Lo comprobé hace poco, cuando primero, nos dejaron poco más de medio día sin luz, por un mantenimiento preventivo del breaker, y, a la semana, fue el turno del agua, de la que no vimos una gota durante poco más de 24 horas, a causa de una “reventadura bastante importante en la tubería principal de agua potable”, en palabras de la propia administración.
¡Ni modo! Pasa en las mejores familias… y condominios. Si bien lo primero no fue tan complicado y lo resolví yéndome a trabajar al salón multiuso, donde, de paso, aproveché para conocer a la nueva vecina, lo cual ya es todo un logro para la mayoría de “asociales” que pululamos por estos espigados rumbos, lo segundo sí fue más complejo para todos los que acostumbramos bañarnos a diario.
Cuando al segundo día en la mañana vi a un vecino, balde en mano, salir a recoger agua de la piscina, me sentí literalmente, como en la vecindad del Chavo del 8, con todo y doña Florinda mandando a Kiko donde los vecinos a acarrear agua en coloridas cubetas.
¿Se acuerdan de ese capítulo? Donde todo el asunto se descontrola cuando terminan enfrascados en una cruenta y húmeda batalla campal a punta de cubetazos de agua. ¡Buenísimo y está disponible en YouTube! Con el perdón del comediante mexicano Carlos Ballarta, quien critica que los latinos estemos conformados por 70% de agua, 15% de catolicismo y 15% de referencias de Chespirito, la verdad es que no encontré mejor metáfora para explicar lo ocurrido durante esos aciagos y secos días.
De repente, todos, sin distingo de piso, edad o nivel de fobia acuática, nos vimos en el dilema de si el agua recogida en la víspera la usábamos para lavarse uno o los platos de uno. O si, más bien, la echábamos al inodoro para poder jalar la cadena y deshacernos de esa colección de desechos fisiológicos acumulados como guaro de contrabando en fermentación.
Afortunadamente, a las primeras horas del segundo día y de manera previsora, la administración del condominio habilitó una serie de depósitos en el sótano y repartió botellas de agua potable que fueron más apetecidas que cerveza en tope de verano en Guanacaste. Con solo decirles que cuando yo bajé por la mía, minutos después de haber visto el mensaje en WhatsApp, ya no quedaba ni una sola y tuve que esperarme hasta la segunda provisión, que acá sigo esperando.
¡Diay sí! No tuve más que administrar sabiamente, como en tiempos de guerra, la poca agua recolectada en ollas y picheles. A ratos no sabía si estaba en La Franja de Gaza o en el Donbás ucraniano esquivando los misiles de Putin. “Aquí estoy como en albergue de refugiados”, escribí por el chat de la familia, junto a una foto de mis depósitos artesanales de agua.
Lo peor de todo era salir del apartamento y ver cómo todos andábamos en las mismas. Añejos y en harapos viejos. Como en los mejores tiempos de pandemia pero sin el bicho merodeando. Ante la falta de baño, entonces, nos mirábamos con desconfianza, de larguito y aguantando la respiración. Por suerte no hubo una desbandada masiva y simultánea de vecinos en desesperada búsqueda de agua, porque si no nos mataba la claustrofobia en el elevador, de fijo lo hacía el tufo colectivo a “joco”.
Y más si, como yo, acumulaban una clase de baile y una sesión de pesas seguidas sin haber pasado por la ducha, lo cual, probablemente despertó las sospechas de una vecina, quien al verme regresar muy lirondo -y hediondo- del gimnasio, sutilmente me preguntó que cómo iba a hacer. “Diay, me quedaré así hasta nuevo aviso”, le respondí, provocándole más repulsión que gracia.
Igual, tampoco era que me molestara demasiado. Salir de la rutina del baño nuestro de cada día no es del todo malo y, aparte, vivo solo, por lo que no había riesgo de incordiar a nadie con mis aromas acumulados de gallo viejo (con el ala mata). Es que era eso o someterse a un baño estilo aviador (solo las alas y el motor) y, la verdad, a estas alturas, ya no tenía suficiente agua ni ganas de someterme a tan poco “aestethic” ritual de emergencia.
A modo de consuelo y para calmar la conciencia, de repente me invadió un conveniente sentido conservacionista y me dije que ese sería mi sacrificio personal en pro del ambiente y nuestros limitadores recursos naturales, aunque más de uno pensara que lo que me invadió fue el síndrome del francés añejo… y no me refiero al pan.
Por ende, empecé a dosificar la poca agua que me quedaba, priorizando, en orden de importancia, la hidratación, los dientes, los platos (perdonen, pero, al igual que mi abuela, no soporto ver platos sucios acumulados) y el inodoro. Todo lo demás podía esperar. El problema es que a veces se me olvidaba y, al terminar de lavarme los dientes, botaba el agua restante y, aunque fuera media taza, en virtud de las circunstancias, dolía bastante semejante despiste.
Definitivamente, nadie sabe lo que tiene hasta que le cortan el agua. Damos por sentada su existencia con solo abrir el tubo, pero nunca sabemos si esa ración será la última, ya sea porque nos la corten o porque ya no estemos. ¡A agradecer y cuidar más el preciado líquido!
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