Definitivamente es más fácil mudar de opinión que de casa. Aunque lo primero le puede costar años de experiencias, golpes y lecciones, lo segundo, si bien es más rápido (a veces es cuestión de días), puede llegar a sentirse como una eternidad, por todo el desgaste físico y mental que genera.
Y si se está mudando sin saber para dónde diablos va, el cansancio y estrés se eleva exponencialmente. Siguiendo con las distintas acepciones del verbo, es más sencillo mudarse (vestirse) cada mañana, después de bañarse, que andar como loco (y añejo) mudándose (de casa) sin tiempo para siquiera asearse tantito.
Bueno algo así me ocurrió días atrás, cuando en las primeras de tanteo, enero me sorprendió con todos los ajustes y desbarajustes que implica cambiarse de hogar. ¡Qué trajín, por amor al Todopoderoso! Y eso que lo que había desocupar era un pequeño apartamento de 80 metros cuadrados.
¿Se imaginan desalojando una residencia, documentos clasificados incluidos, como la de Trump en Mar-a-Lago, Florida? Ahora entiendo por qué existen las empresas de mudanza. De lo contrario, terminaría uno viviendo en el Psiquiátrico y no en su nueva casa de ensueño. Insisto. ¡Qué brete más ingrato!
Pero no, el muchachito quiso apañarse con todo él solito, sin la ayuda más que de sus solidarios y resignados familiares que terminaron peor o igual de estresados que “el mudado”. Cuando nos dimos cuenta del berenjenal en que nos habíamos metido no había tiempo –ni plata- para contratar a Mudanzas Mundiales, por lo que, valientes, nos enfrascamos en la infausta tarea.
Primera lección aprendida. Nadie sabe lo que tiene hasta que se muda. ¡Cuánta verdad en una sola frase! Cosas que ni sabía que existían, otras que las había dado por perdidas y algunas más que nunca me pertenecieron y, a la fecha, ni se sabe a quién pertenecen.
Hasta unos aretes y una cadenita aparecieron por ahí que no eran ni de mi mamá ni de mi hermana ni de la novia que no tengo. ¡Mjmmm! Sospechoso… ¿De quién serán? Tuve que reclamarlo como de mi propiedad y, desde entonces, como en el chiste, luzco orgulloso mi nuevo juego de bisutería. Era eso o aguantar suspicaces interrogatorios sobre alguna misteriosa y olvidadiza visita femenina a mis aposentos.
Superado el comprometedor pasaje, seguimos adelante con la tarea de empacar los chunches. Cajas y bolsas iban y venían en un apartamento literalmente volcado patas arriba. Hasta para caminar había que tener cuidado de no tropezarse y quedarse, no solo sin platos, licuadora y adornos, sino también sin dientes y con un buen moretón.
Aquello era como una legítima y zigzagueante carrera de obstáculos contra el tiempo. Había que desalojar al día siguiente y no veíamos la luz al final de las cajas. Hubo un momento en el que sinceramente pensé que no lo íbamos a lograr. Era tal el desorden que, como decía mi mamá, hasta daban ganas de sentarse a llorar.
No es exageración. De verdad hay momentos en los que uno se siente al borde del colapso nervioso. Aparte de una fuerte sensación de agobio y estrés, el mejor indicativo de que el acabose está por sobrevenir, es cuando uno “hace y no hace”.
Me explico. Para los no versados en el tema de mudanzas, llega un momento en que uno parece un perro en misa. No haya ni para dónde agarrar ni qué labor realizar. Es decir, por hacer todo no hace nada o deja las tareas a medio palo. Guarda una cosita por allá y lo vuelve a sacar o corre otra para acá y después lo vuelve a poner donde estaba.
Lo peor de todo es que, en medio del desespere, ni es consciente de los movimientos automatizados y sin sentido en los que está incurriendo, salvo que alguien, medianamente cuerdo aún, se lo diga. En caso de que ya todos los involucrados estén bajo los efectos de la “mudancitis”, lo siento… no habrá fuerza humana o divina que le haga caer en cuenta de las estupideces que está cometiendo… y entonces todo se vuelve como un reiterado sketch de comedia de la familia Peluche.
Si por un atisbo de conciencia, en su próxima mudanza o cualquier otro reto extremo que enfrente, usted se ve o lo ven haciendo todo lo anterior, mientras camina en un círculo sin fin, mascullando en sus adentros: “qué hp embarcada”, le sugiero que, antes de que sea demasiado tarde, se salga del bucle, respirando aire freso y contando hasta diez, ojalá en un ambiente ordenado y ajeno a la hecatombe.
Mi mamá, por ejemplo, se fue un rato a la piscina; mi papá, a comprar comida; mi hermana, al gimnasio y yo… a seguir empacando. Ni modo, era el principal interesado y el tiempo apremiaba. Difícil, pero alguien tenía que hacerlo. Así que mi desahogo, lo estoy haciendo hasta ahorita, escribiendo estas líneas que quise compartir con todos ustedes para prevenirlos si un cambio de casa se avizora entre sus propósitos del 2023.
Si me preguntan hoy, ya con las aguas y la mente nuevamente en su cauce, les diría que otra de las lecciones aprendidas es hacer las cosas con tiempo y no emprender dos acciones complementarias y altamente complejas de manera simultánea: la de desalojar una casa y la de buscar una nueva. Cada una de ellas tiene su propio afán y es estresante por sí sola, por lo que, realizarlas en conjunto, aparte de una completa locura, acrecienta el riesgo de descuidar una por enfocarse en la otra. Y lo menos que queremos es dejar algo extraviado en el proceso de cambio de hogar o llegar a uno nuevo elegido más por premura que por preferencia.
Al final, afortunadamente, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Y, casi dos semanas después de la epopeya, les puedo decir que sobrevivimos y estamos contentos con el resultado de las dos misiones imposibles. Logramos desocupar a tiempo y, tanto mi hermana como yo, tenemos un nuevo y dulce hogar. Pero el estrés que eso significó, sí no se lo deseo a nadie, menos empezando el año, en plena cuesta de enero y aún medio aletargado por las fiestas decembrinas. Ya para la próxima -que espero falte mucho- lo mejor es planificar, pedir ayuda y viajar ligero de equipaje. Aplica para las mudanzas de casa… y de cualquier otro tipo que se le presente en la vida.