Pensé que era como el juego de ambulancias en que El Chavo se hacía el muerto embarrándose el cuerpo de salsa de tomate o como cuando el Chapulín Colorado se retorcía de dolores imaginarios producto de varios balazos que ni siquiera habían rozado su noble corazón amarillo. Pensé que a lo mejor era una de esas bromas pesadas que, sin querer queriendo, le hacía a Don Ramón o al Señor Barriga, a quien siempre recibía con un golpe.
Me negaba a creerlo. ¡Chanfle! Calma, calma, que no panda el cúnico, me repetía insistentemente, tratando de seguir los consejos del héroe de antenitas de vinil y el chipote chillón. Sentí como si el protagonista de la amarga noticia fuese un querido amigo de toda la vida. Quedé conmocionado, profundamente impactado y conmovido (pipipipipí). Me dio en combo La Garrotera del Chavo con La Chiripiorca de Chaparrón Bonaparte, con la única diferencia que ni el agua en la cara ni el golpe en la espalda lograron sacarme del shock emocional. Con solo recordarlo, me da cosa.
“Sí, es en serio, murió Chespirito”, me volvieron a decir, como intentando alejar mi incredulidad. Pero, ¿cómo? Si en la mañana, antes de salir para el trabajo, fiel a mi diaria costumbre, lo pude ver y estaba bien, escuchando al Profesor Jirafales cantar y tocar guitarra, junto a La Chilindrina y Ñoño. Y la noche anterior, estaba convenciendo a Don Monchito de que él era un inspector de salubridad retirado y no una imitación del Chapulín Colorado. Y el día tras anterior también, ahí estaba, igual de sano y alegre, aunque un poco entrado en años (tranquilo, que no estoy insinuando que seas viejo), curando a un torero recién embestido en el consultorio del tremendo Doctor Chapatín y, así sucesivamente, puedo ir haciendo un repaso de todas las veces que lo vi por televisión, en ocasiones dos o tres al día (nunca me cansaba), desde mis años de infancia y hasta la fecha, siempre acompañándome como el compañero inseparable que me vio crecer, sacándome carcajadas, divirtiéndome, entreteniéndome, inspirando mi gusto por la comedia, haciéndome feliz.
Más de uno se aprovechaba de mi nobleza aduciendo que parecía un chiquito viendo a estas alturas de mi vida El Chavo, riéndome con la misma intensidad y con los mismos chistes inocentes y predecibles de hace más de 40 años, reviviendo la nostalgia de una tarde de leche y galletas, después de la escuela, junto a Los Caquitos, Chaparrón y Lucas, el Gordo y el Flaco, el Chapulín Colorado, el Doctor Chapatín y tantos otros que recordaremos por siempre. Sus divertidos personajes fueron igual de abundantes como sus diversas facetas artísticas: actor, productor, director, guionista, compositor, dramaturgo, entre otras habilidades que con justa razón le valieron el honroso sobrenombre de Chespirito (Shakespeare en pequeñito). Pero si bien era corto de estatura, su talento era de una altura inconmensurable, al igual que su carisma, su virtuosismo, su genialidad al servicio del más noble y difícil de los oficios: hacer reír a través de joyas humorísticas inolvidables.
El padre de la comedia blanca finalmente se despidió de su vecindad dejando en el barril de los recuerdos un legado imperecedero que se mantendrá vivo en el corazón de sus millones de fans alrededor del mundo que, haciendo caso a su recordado “síganme los buenos”, le seguimos hasta el último de sus días y más allá. Definitivamente no contábamos con la astucia del gran don Roberto Gómez Bolaños. ¡Hasta siempre, maestro! Eso, eso, eso, eso…