En sólo una semana, se ha escrito y hablado tanto de los famosos Panama Papers –versión ampliada y un tanto tropicalizada de los no menos polémicos Wikileaks-, que, a estas alturas, lo único que me sorprendería es que yo aparezca en ellos. Aunque pensándolo bien y viendo la cantidad de implicados en este sonado caso, que uno o más o uno menos no haría mayor diferencia, sobre todo tratándose de un simple mortal que lo más cerca que ha estado de Panamá es frente al televisor viendo Destinos TV.
Creo que precisamente por esa peligrosa generalización que se hace al revelar los entretelones de las movidas registrales off shore es que todos –yo incluido- corremos el riesgo de ser tildados de evasores o defraudadores del fisco. Y esto es de sumo cuidado en un país donde las honras se despedazan en menos de lo que se da un click en facebook para compartir noticias tendenciosas. Últimamente, aquí, el principio de presunción de inocencia anda patas arriba: culpable hasta que demuestre lo contrario. El salir airoso en esta disyuntiva tampoco es garantía total de restitución de la pulcritud en la imagen pública de la que una vez se gozó.
Meter en el mismo saco a gente de la talla moral de Eduardo Ulibarri o María Luisa Ávila, entre otros prominentes políticos, exfuncionarios y empresarios, al lado del presidente ruso Vladimir Putin, los corruptos de Petrobras, el exdictador Muhamar Gadafi y hasta el narcotraficante Caro Quintero, me parece una canallada y una injusticia digna de la más fuerte demanda por delitos contra el honor. Ver a todos nombrados en un mismo artículo, sin reparar en los pormenores de cada caso individual, contraviene las más elementales prácticas del periodismo investigativo. De ahí que para informar y comer pescado…
Indudablemente todos fueron, en su momento, clientes del cuestionado bufete Mossack Fonseca, pero sus motivos e intenciones varían, en gran medida, entre unos y otros. Algunos con fines claramente lícitos para aprovechar los beneficios fiscales de las sociedades offshore –una figura jurídica legal y utilizada desde hace varios años – y otros para maquillar sus “chorizos”. ¿Debían saber los primeros que entre la cartera de clientes de Mossack figuraban personajes de la más baja calaña? ¡No! ¿Deben estos últimos pagar las consecuencias de sus fechorías? ¡Por supuesto!
Si la filtración de los Panana Papers va a contribuir a que sean investigados y desarticulados en sus movidas oscuras, en buena hora que se dio a conocer. Si, por el contrario, aquello se va a convertir en una cacería de brujas, donde el que no es sospechoso aparenta serlo, mi más enérgica reprimenda por semejante bajeza. En algún lado escuché que la peor mala praxis no es la del médico sino la del periodista porque ésta última mata en vida. Así que sirva este escándalo para que los comunicadores reflexionemos sobre la responsabilidad social en el desempeño diario de nuestras funciones.
No digo que la revelación de los Panama Papers haya estado mal. Es más, me alegra y reconozco el esfuerzo de los colegas de Amelia Rueda y Semanario Universidad por recobrar el periodismo de calidad, tan venido a menos en los últimos tiempos. Ahora, si bien estoy de acuerdo con la reconfortante señal que emiten al divulgar esta información, no necesariamente lo estoy con la forma en qué se hizo, ni en el enfoque y tratamiento brindado a algunos hechos. Quizás la noticia debió haber sido los vacíos y portillos hallados dentro de nuestro ordenamiento jurídico que promueven este tipo de actos y no tanto el nombre de quienes los cometen, valiéndose de una figura totalmente legal como es la elusión fiscal y no la evasión –totalmente ilegal.
Sin desmeritar el extenuante y minucioso trabajo de análisis, síntesis e interpretación de más de 11,5 millones de documentos –quienes no conocen del periodismo investigativo les recomiendo la cinta Spotlight- quiero también, con el perdón de mis colegas, jugar de abogado del diablo, en aras de que en el periodismo, ni en ningún otro oficio, el fin justifique los medios. En primer lugar, vale la pena preguntarse, cómo llegó ese cúmulo de información a manos del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación. Se habla, en primera instancia, de una filtración masiva a un periódico alemán. Pero, ¿quién lo hizo, con qué objeto, contravino la ley al compartir supuesto material confidencial, o todo era de carácter público? ¿Hay detrás un héroe de la transparencia o un traidor de la confianza? ¿Estamos frente un Julian Assange o un Edward Snowden, queridos y odiados por igual?
Las respuestas difícilmente las obtendremos mientras sigamos enfocados en las repercusiones post publicación sin volcar la mirada crítica a lo que ocurre antes o en el ínterin del proceso. A lo mejor si viéramos la película completa, nos daríamos cuenta de algunas sorpresas como el hecho de que la filtración y reproducción de ciertas informaciones –salvo que haya un tema de seguridad nacional de por medio- representa un acto tan antiético como las mismas artimañas realizadas para evadir el fisco. Ahora, y si el acto fuera legal, ¿es moral? Ya esa es otra discusión, pero dejo la pregunta abierta para tirios y troyanos.
Por más que los periodistas queramos mayores libertades para el ejercicio de nuestro rol fiscalizador, debemos recordar que, en nombre de una autoimpuesta falsa supremacía del derecho a la información, no podemos mancillar otros derechos o principios igualmente fundamentales, como la privacidad, el honor, la intimidad, el secreto bancario, la confidencialidad y clasificación de las transacciones comerciales, entre otros baluartes de cualquier régimen democrático. Nuestras libertades finalizan dónde inician las de los demás. Suena a cliché pero no por eso deja de encerrar una gran verdad. Si no lo ponemos en práctica corremos el riesgo de perder el respeto a los derechos ajenos y, por lo tanto, la paz que también ya estamos perdiendo.