Me preocupa que un tema tan serio como el del licor al volante se circunscriba a un burdo debate entre sí podemos echarnos unas birritas más o unas menos. Algunos dicen que el límite de alcohol en la sangre debe permanecer en 0.75, como lo establece la nueva Ley de Tránsito, otros que hay que bajarlo al estándar internacional, avalado por la OMS, que lo fija en 0.5 y un grueso sector de la población, a raíz de la reciente muerte de un ciclista, aboga por una política de cero tolerancia.
A mí, sinceramente, con el perdón de quienes defienden alguna de las tesis anteriores, me importa poco el límite que se fije. Creo que el asunto es demasiado grave como para desgastarnos en un pleito de números. Aquí no se trata de cuánto podemos tomar cuando andamos manejando o si nos exponemos a una fuerte sanción. Es algo mucho más importante que ni la multa más alta del mundo puede garantizar: la vida humana. La ley nos brinda herramientas para protegerla pero quienes decidimos hasta dónde llegamos en la defensa de tan sagrado derecho es cada uno de nosotros en el ejercicio de nuestro libre albedrío.
¿Qué pasa si a alguien simplemente no le importa la ley y decide continuar con la matanza vial? En esos casos, la legislación se queda corta, porque, salvo que se trate de algún caso de perturbación mental, el asunto pasa por un tema de formación integral (valores y principios), algo que sin duda se está dejando de lado ante la concentración de esfuerzos en el ámbito represivo que excluye los alcances de una vital tarea preventiva; es decir, de lo esencial en todo esto, la educación vial.
Si únicamente con altas multas se lograra sacar a los conductores borrachos de las calles, desde hace tiempo se habrían aumentado. Considero que eso es tan solo la superficie de un fenómeno con un trasfondo mucho más amplio que incluso toca aspectos de salud pública en razón del carácter adictivo de una enfermedad denominada alcoholismo que, de ser padecida por algún conductor, no habrá poder legal que lo contenga en su insaciable necesidad de seguir tomando. El poder destructivo de un vicio, muchas veces, es más fuerte que el de una amenaza de cárcel.
Si estuviéramos hablando de un tema meramente represivo, ya muchos delitos, actualmente con severas sanciones, no se cometerían. No tendríamos violaciones, drogas, asaltos, homicidios ni ninguna otra conducta castigada con todo el peso de la ley. Recordemos que ni siquiera los países que aplican la pena de muerte han frenado a los criminales. No estoy diciendo que eliminemos todas las leyes y vivamos en la más profunda anarquía. Pero pienso que simplificar un tema tan complejo a un aspecto meramente sancionatorio –el cual sin duda es necesario-, puede que contribuya a bajar las muertes viales, pero no pasará de ser un simple paliativo incapaz de arrancar un problema, en cuya solución intervienen aulas, hogares, trabajo, instituciones, Gobierno, sector privado, entre otros actores sociales.
La mortífera mezcla guaro-volante no se erradicará con leyes severas en multas pero frágiles en el fomento a la responsabilidad de los conductores. Antes de ponernos a pensar sobre el riesgo de ser detenidos conduciendo en estado de ebriedad, lo que debería prevalecer es una legítima preocupación por la integridad física propia y ajena. Es un simple ejercicio de sensatez. El elemento disuasivo en alguien con un poco de sentido común no debería ser el golpe al bolsillo que representa pagar una alta multa, sino más bien el peligro real que significa manejar borracho, haya multa o no.
En el fondo, corresponde a una decisión de vida o muerte, de respeto a las libertades y derechos individuales, entre ellos, el poder transitar tranquilamente por las calles sin temor a ser arrollados y el convivir en un espacio público de una forma civilizada. Se trata de ser conscientes y apelar a un instinto de supervivencia que nos haga reflexionar sobre los efectos de actos incompatibles con la vida en sociedad.
¿Alguna vez nos han enseñado esto? No, y menos se va a lograr con un abordaje simplista como el que se la venido dando a la nueva ley, más orientada a crear conductores “vivos” que, con libreta en mano –para apuntar la cantidad de tragos- y alcoholímetro en boca, no frenan la ingesta de licor, sino más bien, la regulan mejor, antes de salir del bar a jugársela. ¿Es eso lo que queremos? Mientras la educación no aparezca en escena, parece que la respuesta va a estar siempre en los estrados judiciales.