Me gustan las mujeres… a veces más de la cuenta. Lo aclaro de entrada para evitar malos entendidos. Pero también soy tolerante y respetuoso de las orientaciones sexuales de los demás. Soy un ferviente defensor de que en la diversidad, en todas sus expresiones –hasta las más polémicas – robustece las bases de una sociedad pluralista y democrática, fortalece la práctica de valores esenciales y allana el camino hacia una visión alternativa del mundo, no necesariamente compatible con las mía, pero de sobra enriquecedora y por ende respetable.
Por más leyes, promesas y Gobiernos que se crucen en el camino, es un hecho que en la falta de tolerancia, se encuentra la respuesta a varias de nuestras sempiternas desventuras sociales. Deténgase un momento a reflexionar sobre la raíz de los principales titulares que tiñen de rojo los periódicos. ¿Acaso son solo algunos grupos los culpables de todo lo malo sucede? No, los responsables, en alguna medida, por acción u omisión, somos todos, nosotros mismos, costarricenses, comunes y silvestres, que, sin pertenecer a minorías específicas, se alejan de los más elementales principios, e incurren en conductas censurables que nos han arrastrado hacia una sociedad vacía y violenta, carente de sólidas bases éticas y morales.
Rencillas, envidias, celos, ira, o simple matonería, todo producto, entre otros desencadenantes, de la falta de una cultura de autocontrol y respeto a las diferencias que propicia desenlaces trágicos. Estoy convencido de que si, en la búsqueda de la pomada canaria a nuestros flagelos, nos sometiéramos a un análisis introspectivo, y no nos empecináramos en esperar a que nos lleguen las respuestas desde el exterior, mediante una publicación en La Gaceta o el resultado de un discriminatorio referendo, la situación actual en torno a ciertos actores sociales sería diametralmente distinta.
La crítica destructiva, la chota xenofóbica, misógina u homofóbica… múltiples son las prácticas que nos delatan como una sociedad poco receptiva hacia la rica diversidad humana. Y no hablo solamente de los homosexuales, sino también de otras personas que sufren las afrentas discriminatorias de unas mayorías que se creen dueñas de la verdad absoluta. Ancianos, discapacitados, indígenas, mujeres, extranjeros, grupos subculturales… todos, en algún momento, por una u otra razón injustificable, han sido víctimas de tratos lesivos, estereotipos y prejuicios, a pesar de su naturaleza humana, la misma que la suya o a la mía, que nos hace iguales antes los ojos del hombre y de Dios.
Precisamente son quienes hablan mucho de Dios –solo para citar un ejemplo que aplica dentro y fuera de nuestras fronteras- quienes, superada la primera década del siglo XXI, señalan y critican, invocando a una suerte de chamanes mesiánicos modernos que por arte de unciones mágicas e intercesión sobrenatural pretenden enderezar a los supuestos descarriados de los caminos “correctos”. Dicen que Dios es amor, pero en su nombre, ciertos sectores condenan lo que ellos califican como conductas “anormales y desviadas” que, al propiciar la exclusión, atentan contra ese sentimiento rector y que, paradójicamente, algunos –ojo que digo algunos- de sus miembros, fomentan sin el menor sonrojo. ¿Y el amor al prójimo y la solidaridad que tanto pregonan? La hipocresía y la doble moral sí que son serias enfermedades; los gustos y las preferencias de los demás son simplemente eso, sin remedios milagrosos ni discursos trasnochados con dizque poderes rectificadores.
En la multiplicidad de criterios, costumbres, creencias, gustos, opiniones, virtudes, defectos, se le encuentra el gusto a la vida. Es uno de los bastiones de la democracia. Podemos disentir pero hasta ahí. Los derechos humanos no son negociables, advirtió la Sala IV, con motivo de un frustrado referendo sobre uniones civiles de personas del mismo sexo. Hay valores que tampoco. Rescatemos la tolerancia, el respeto, la comprensión hacia nuestros semejantes y hacia los que no lo son tanto. Vivamos y dejemos vivir. He ahí un propósito de año nuevo que vale la pena cumplir.