No hay mejor muestra de agradecimiento que la sonrisa de un niño. A veces no hacen falta las palabras ni recurrir al tradicional “muchas gracias” protocolario que dicta la cortesía. Sólo el brillo que emana de un rostro de alegría es más que suficiente para expresar gratitud hacia un acto de desprendimiento como el que tuvimos recientemente un grupo de compañeros de trabajo, cuando, armados con confites, regalos, comida, juegos, pero sobre todo un corazón dispuesto, le celebramos la Navidad a unos niños pobres, como parte de una tradición que, yo por primera vez, y ellos, por más de diez años, han patentizado en sus espíritus generosos.
Dejando encerradas bajo llave, en nuestras respectivas casas y oficinas, las preocupaciones personales y laborales diarias, nos trasladamos hasta la comunidad de Carrizal de Río Cuarto de Grecia para, vestidos con piel de infante, vivir con ilusión, la llegada de la mejor época del año, rodeados del cariño y hospitalidad que caracteriza a nuestra bella gente de pueblo.
Bajo un sol abrasador que más tarde se mezclaría con calor humano, nos recibieron en la escuela local, convertida por un día, en sede de una acogedora fiesta, quizás la única del año para muchos de ellos, en la que grandes y chicos gozamos por igual del verdadero sentido de la Navidad, la que nace del alma y de los valores, y no de las vitrinas comerciales.
Aunque, en realidad, en esa despejada mañana sabatina, creo que todos fuimos chicos, con más tamaño y experiencia, pero chicos al fin, entregados a los placeres lúdicos de una etapa maravillosa, cuyo único defecto es que pasa tan rápido que cuando nos damos cuenta ya somos muy adultos como para seguirla disfrutando. Independientemente de la edad, títulos, profesiones o jerarquías, cada uno de nosotros fue uno más en el pelotón de risas y diversión. Lo que importaba en ese momento no era tanto el informe de última hora, la reunión urgente, las proyecciones de ventas, ni la regañada del jefe… había que correr, como siempre, solo que esta vez, era para que no nos agarraran en el juego de policías y ladrones, para soltar rápido la papa caliente o para meter un golazo… Lo demás, bobas “adulterías”.
Ojalá la vida fuera así de simple, pensaba, mientras veía a esos inquietos escolares, para quienes su principal motivo de preocupación y hasta de llanto era haber quedado fuera en el juego de las sillas o no haberse ganado ningún premio. En medio de esos detalles del tamaño de sus piececitos descalzos, nos recuerdan que no todo está perdido; sino, que lo diga el pequeño Yustin, quien al verme, al borde del desmayo, en media mejenga de medio día, me enseñó el valor de compartir “Tome para que se refresque”, me dijo, mientras me daba a beber de su vaso un poco de gaseosa que me supo a gloria, no tanto por la sed que tenía, sino por el significado que encerraba tan noble gesto. “Cuándo vuelven” me preguntaría otro, al rato. “Muchas gracias, que Dios les bendiga”, nos espetarían al unísono, a modo de despedida, dejándonos con un sentimiento de satisfacción y un nudo colectivo en la garganta.
Al final, entré en un dilema. No sabía quién era más feliz. Si los niños por estar recibiendo sus regalos de Navidad o nosotros al poder compartir con ellos la ilusión de abrirlos. Para ellos(as), una muñeca, un carro, una mudadita… para nosotros, el significado de la felicidad pura reflejada en las sonrisas de más de 50 chiquitos.
“Aquí todos sacamos el niño que llevamos dentro”, me comentaba un compañero. Y puedo decir que no sólo lo sacamos, también lo pusimos a jugar, a reír, a correr, a sudarse y a ensuciarse al mejor estilo de los pequeños maestros que nos acompañaban para recordarnos, entre risas, gritos y uno que otro berrinche, que nosotros no solo estamos para enseñarles sino también para aprender de su ilimitada capacidad de asombro, su inocencia, su lealtad, su facilidad para expresar sentimientos…
Hay tanto que podemos aprender de ellos que, a partir de ahora, cuando me vuelvan a decir que me comporto como niño, lo tomaré como un halago. Es más, si pudiera volver a la niñez, y de nuevo me preguntaran qué quiero ser cuando sea grande, tal vez ya no respondería doctor o bombero, sino el inventor de una máquina para retroceder en el tiempo.
Aprovechemos esta Navidad para pedirle al Niño un regalo de lujo: que nos permita ser como Él. ¡Felices Fiestas!