Podría escribir del eventual regreso de Chema Figueres, del plan fiscal, de las huelgas en el sector público, o de la final de fútbol… Los temas sobran, en esta variada y polémica agenda noticiosa de fin de año que nos regala la época navideña. Pero aparte de que muchos se han referido al respecto, con mucha de mayor propiedad de lo que yo lo haría, creo que a estas alturas del partido, en la que los aires decembrinos nos invitan a olvidarnos de las penas de cada día y contagiarnos del amor y la paz imperantes en el ambiente festivo, sería medio masoquista seguir con la misma cantaleta, como si ya no hubiésemos tenido suficiente durante el año.
Así que, dejando de lado, desde hoy y hasta nuevo aviso, las ineptitudes legislativas, la mezquindad sindical, los berenjenales ejecutivos, la inseguridad ciudadana, el desempleo, la pobreza, la crisis fiscal y demás hierbas aromáticas de nuestra realidad nacional, me dispongo a tratar un tema más “light” y mundano, acorde a la tónica “relax” de estos días de playa, descanso y desintoxicación citadina que se avecinan.
Con el perdón de mis estimados lectores, que esperan de mí, comentarios más serios –como si yo lo fuera-, hoy voy a hablarles sobre algo que todos hemos pasado, con mejor o peor suerte que la mía: las idas al supermercado. Podrán tildarme de consumidor “pollito”, más he de admitir que, hasta la semana pasada, cuando fui a comprar unas cajas de leche, al filo de las 10 p.m., me di cuenta que ir al “Súper” a la hora de cierre no es una buena idea, y mucho menos si es en estas fechas de tamales y regalos.
Desde mi entrada, noté que algo andaba mal, cuando, por los altoparlantes, invitaban al cliente a “socar” con la compra antes de tener que quedarse junto al guarda haciendo rondas hasta el amanecer. De repente, en una reacción automática de instinto de supervivencia comercial, los miembros del exlcusivo club de noctámbulos de supermercado, nos pusimos de acuerdo para tomar rápidamente los artículos faltantes y salir en contrarreloj rumbo a las cajas, esquivando carritos atravesados, saltando botellas de refresco tiradas y quitándonos al chiquito tequioso y desvelado que corre por los pasillos como si estuviera en La Sabana un domingo al mediodía…
Pero eso no es nada, comparado a lo que le sigue. Al llegar a la meta -perdón, a la caja- sobreviene la tragedia: un cuello de botella increíble, interminables filas donde el rótulo de caja rápida es una cruel burla al infortunio colectivo. Parecemos la pista a Caldera al inicio de un fin de semana largo, con todo y riesgo de derrumbes, solo que esta vez, no de tierra y piedras, sino de las bolsas de arroz o el papel higiénico del parroquiano de en frente que cargó el carrito hasta las ruedas, lo que contribuye a extender la pesadumbre de quien le sigue atrás en la fila y ni qué decir de los últimos que, de tanto esperar, ya se saben de memoria la última edición de Selecciones y los consejos sexapilosos de la Cosmopolitan.
Otros, para matar tiempo, prefieren el traveseo del celular, la socialización obligada, el silencio sepulcral con brazos cruzados y mirada perdida de resignación o la plegaria para que la tarjeta del cliente de turno no salga denegada. Los más desesperados (as) huyen por la derecha hacia otras cajas menos congestionadas, sin saber, que en estos casos, la Ley de Murphy es infalible: la fila de a la par siempre avanzará más rápido hasta el momento en que uno sea parte de ella.
Aunque en estas circunstancias es imposible no sentirse odiado por los empleados que están deseando “largarse” y no quedarse trabajando horas extra por culpa de unas cajas de leche, confieso que, por lo menos, tuvieron la sutileza de no emular a sus sus homólogos de un supermercado mayorista no apto para noctámbulos (cierran a las 8:30 p.m. entre semana), donde, hace unos meses, cuando lo visité junto a mi primo, un desesperado dependiente nos siguió de lejos durante toda la compra para ir cerrando los pasillos, conforme fuéramos saliendo de ellos, sin derecho a regresar por la lata de frijoles olvidada. Al final, no supe si en realidad tanto le urgía cerrar o fue que nos vio cara de prófugos inoportunos y prefirió vigilarnos de cerca para frustrar un posible asalto a bolsas llenas.
Pero como tal parece que de nada me sirvió esa experiencia, volví a caer en el error de ir a un supermercado a la hora de cerrar y no precisamente con broche de oro. La ventaja es que, por fin, además de convencerme que la visita debe hacerse en horas hábiles y ágiles, descubrí que no solo hace falta llegar con el estómago lleno, sino también con una lista predefinida y un presupuesto ajustado a las prioridades de compra.
De lo contrario, le pasará lo que a mí: qué entré por tres cajas de leche y salí con un montón de cosas más y 25 mil colones menos en mi billetera. Definitivamente, algo tienen esos lugares que lo hacen a uno llevar hasta lo innecesario. Pero, bueno, ese tema me queda de tarea para un próximo artículo “supermercadológico.”