Siempre esperé que el ansiado reencuentro fuera para volverlo a saludar tras su larga ausencia y no para despedirlo por última vez.  Dios no lo quiso así. En su infinita y a veces incomprensible sabiduría, prefirió llevárselo antes de poder verlo de nuevo para, como en sus mejores tiempos, conversar amenamente y reír un rato con sus anécdotas, ocurrencias,  e incomparable sentido del humor. ¡No se pudo… y cómo duele!

Los designios divinos habían trazado otro plan para él, no siempre compartido por quienes le sobrevivimos con resignación, pero que debemos aceptar, conscientes de que la santa voluntad, aunque dura, es inapelable y en ocasiones duele… ¡y mucho!

Hace como una semana lo volví a ver, pero ya no en su oficina, donde me recibía con música alegre y una sonrisa en el rostro, sin importar la hora que fuera ni la cantidad de trabajo pendiente, sino más bien, en una iglesia colmada de compañeros, amigos y familiares quienes, unidos en un mismo sentimiento de pesar, lo despedimos con el mismo amor y cariño que nos profesó hasta el último latido de su corazón noble.

Fue uno de los primeros que, a mi llegada a PIPASA, me hizo sentir como en casa. Por eso, cada vez que iba a Recursos Humanos, aprovechaba para visitar y robarle unos minutos a la apretada agenda laboral que, casi siempre, nos impide darle el tiempo requerido a lo esencial en esta vida: departir con los grandes amigos como él y sus pupilos de Salud Ocupacional.

Lo despedí como se despide a un amigo entrañable: llorando, llorando como los hombres… con lágrimas de dolor pero también de felicidad por haber vivido gratas experiencias que, tras recibir la triste noticia, corren en cámara rápida por la mente de quienes tuvimos el honor de compartir con un ser humano excepcional.

Residía lejos de mí, en San Rafael de Alajuela, y podía ser mi padre –era 33 años mayor-; no obstante, en cuatro años de relación, me enseñó que la semilla de la amistad incondicional, puede germinar a pesar de la edad y las distancias. Ya fuera en su trabajo diario, velando por la integridad física de sus compañeros, o ayudando en las labores domésticas, como cuando en una ocasión me lo encontré regando el jardín de su casa, su entrega, mística, humildad, abnegación, solidaridad,  y vocación de servicio, siempre lo acompañaron hasta el último de sus días, cuando ni siquiera la enfermedad que padecía, logró golpear su espíritu de optimista empedernido.

Podría escribir un libro sobre sus virtudes pero no hace falta repetir lo obvio. Quienes le conocimos sabemos muy bien cada una de ellas; quedaron plasmadas en las muchas vivencias que hoy recordamos con emoción como un legado invaluable imposible de olvidar.

Conociéndolo, apuesto que, con poco más de una semana de haber llegado a su nueva morada, ya debe tener a San Pedro y a su séquito de ángeles bien alineados en prevención de accidentes, primeros auxilios y trabajos en altura, un tema que, dicho sea de paso, por aquellos elevados lares celestiales debe ser asignatura obligatoria para residentes actuales y futuros.

Pero más allá de su condición de especialista en Salud Ocupacional, que siempre veló por el bienestar del prójimo, fue un hombre ejemplar, en sus múltiples facetas como compañero, amigo, padre, esposo, hermano y hasta cantante aficionado e imitador. A ratos pienso que Diosito nos tuvo un poco de envidia al saber que gozábamos del privilegio de convivir con una persona de su calidad humana y optó por llamarlo de este mundo a su presencia para tenerlo tiempo completo a su diestra, dejándonos con el sinsabor típico del adiós irrevocable que, por más inminente que sea, siempre crea en los corazones un enorme vacío imposible de volver a ocupar.

Nosotros en la Tierra, lo lloramos, lamentamos su pérdida, pero en el Reino de los Cielos celebran la llegada de un inquilino de lujo que se nos adelantó. Acá nunca nos defraudó, estoy seguro que allá tampoco lo hará. Muchas gracias por todo don Orlando. ¡Hasta siempre mi gran amigo!