Me encanta reírme. Lo hago todos los días y a toda hora, en la casa o en el trabajo, solo o acompañado, despierto o ¿dormido? No creo que llegue a tanto, pero si de algo estoy seguro es que si el que se enoja pierde, con más razón el que no se ríe. Esta vida es demasiado corta como para tomársela tan en serio. Es más, con el perdón de quienes se sientan aludidos, la gente demasiado seria me aburre y hasta me despierta cierta desconfianza. Sé que todos somos distintos y tenemos diferentes personalidades, pero alguien que no tenga sentido del humor me parece cualquier cosa menos humano. Si en ocasiones parece que hasta los animales lo tienen, como no lo vamos a tener nosotros que su supone somos más desarrollados, al menos para distinguir un buen chiste de uno malo, de esos que sacan lágrimas pero no de risa sino de tristeza.
Aunque si los malos le hacen gracia, ¡en buena hora! Creo que, en muchas cosas de la vida, incluyendo la comedia, en la variedad radica el atractivo. Yo al menos soy uno que, fuera de mojigaterías, disfruto motones del humor, en sus múltiples expresiones y escala de colores, desde el más picante, estilo Guerra de Chistes o el mordaz Platanito Show, hasta el más blanquito, tipo Capulina, o en nuestro país, La Media Docena. Aunque tengo mis predilectos, lo más importante es que hay distintas opciones para satisfacer los gustos y preferencias de una variopinta audiencia, tan exigente como risueña.
Mis respetos y eterna admiración a quienes se dedican al difícil y serio oficio de hacer reír. Muchos pueden animarse pero pocos sobreviven en el intento y vencen la peor pesadilla a la que puede enfrentarse un humorista: el silencio sepulcral de la audiencia. Aquí hay muchos sobrevivientes y muy buenos. Por ejemplo, Franklin y Rolando (ya separados para desgracia de sus seguidores), Gorgojo, Emeterio, los muchachos del Manicomio de la Risa, Nel López, Alex Costa, Porcionzón, Norval Calvo y su renovado clan de Pelando el Ojo, entre otros. Y fuera de nuestras fronteras, quiero enfocarme en una tierra fértil para la risa, México, de donde salieron Mario Moreno Cantinflas y otro que precisamente es al que quiero dedicarle estas líneas: el único y gran maestro del humor, don Roberto Gómez Bolaños.
Él no es un humorista, es El Humorista. Su comedia nunca pasará de moda, es imperecedera, ha hecho reír a muchas generaciones, a pesar del paso del tiempo y las transformaciones que éste conlleva. Yo crecí viendo el Chavo, y así como, de niño, me destornillaba de la risa viendo a don Ramón huyéndole a la cachetada segura de doña Florinda, lo mismo me sucede hoy viendo la misma escena, con la única diferencia que la risa de ahora lleva intrínseca una carga nostálgica que me hace recordar mis años de infancia, un doble mérito que solo un grande como don Roberto puede lograr.
¿A quién nunca se le ha escapado una de esas famosas frases inmortalizadas por el genial Chespirito? Él, tal vez sin querer queriendo (ya hasta a mi se me salió), logró tender un puente de risas entre personas de diversas culturas, credos o clases sociales, hablándoles en el lenguaje universal de las sonrisas.
Desde mis abuelos hasta mis primos más jóvenes creo que en algún momento pensaron que alguien se había aprovechado de su nobleza. Pocos son los latinos que en su vida nunca han visto o incluso pronunciado alguna frase célebre del Chavo, el Doctor Chapatín, el Chapulín Colorado, o el Chompiras, todos, dicho sea de paso, personajes que iniciaban con la extinta letra Ch, un detalle curioso que creo que me delata como ferviente admirador de don Roberto, quien en estos días recibió en vida –como debe ser- un merecido homenaje regional a una brillante trayectoria llena de logros y carcajadas que no conocieron de fronteras.
Patentó una fórmula que con el paso de los años sigue más vigente que nunca y es fuente de inspiración para los que le sobreviven en este noble arte de hacer reír. Definitivamente no contábamos con su astucia. ¡Grande Chespirito!