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Últimamente me ha dado por seguir en redes sociales a algunas modelos, actrices, cantantes y demás figuras públicas femeninas. Al igual que muchos hombres en este país, sin distingos de clase social, profesión o estado civil. Y, como la gran mayoría, no lo hago por los productos que promocionan, el maquillaje que utilizan o los lugares que visitan.

No, su labor de influencers me importa poco o nada. Mi interés obedece a razones totalmente distintas, un tanto extrañas y medio voyeristas (tranquilos, que no es lo que están pensando). A diferencia de la gran mayoría, yo no tengo “dos buenas razones” para seguirlas, como dirían algunos en alusión, bastante corriente, a sus atributos físicos.

Es más, si acaso tengo una, y no, nada tiene que ver con la apariencia voluptuosa de la susodicha en cuestión. Tal vez, en mi condición de hombre, más de uno no me cree y, sin terminar de leer, ya me está tildando de mentiroso, mojigato, agazapado, «mosca muerta» o hasta gay, entre otros calificativos tan comunes de las nuevas y venenosas generaciones de cristal.

Pero la verdad es que no es con superficiales fines de gratificación que le doy al botón de seguir en Instagram o Facebook (llega un momento en la vida que uno deja de impresionarse por lo meramente estético). Lo hago, más bien, por motivos de estudio y análisis de un fenómeno cultural que, como hombre, me ha venido intrigando desde hace algún tiempo: el particular comportamiento de mis congéneres en redes sociales y que, lamentablemente, se hace extensivo a otros ámbitos de interacción.

Aunque de nuevo no me crean, de todo lo que se pueda apreciar en los perfiles de estas damas, en lo que menos me fijo es en sus fotos o videos. No digo que no los veo –tampoco voy a jugar de puritano- pero lo que más me llama la atención, no son sus curvas, poses o atuendos, sino las masivas reacciones, predominantemente masculinas, que se diseminan como pólvora durante las horas posteriores a cada publicación.

¿Alguna vez se han detenido a repasar los comentarios? Leerlos resulta un curioso, revelador y hasta divertido ejercicio antropológico sobre el hombre promedio costarricense (¿o debería decir, más bien, de Latinoamérica y el mundo?) Los hay de la más amplia variedad y calaña. Directos, gráficos, escuetos, extensos, ambiguos, con doble sentido, incomprensibles, clichés, con “horrores” ortográficos, en fin, para todos los gustos y capacidades de asombro.

Las formas varían, no así el fondo de los textos, que casi siempre van con una intencionalidad, cada vez más explícita, no de reconocer la belleza o piropear a la mujer en cuestión –que ya de por sí para ellas no es una ganga ni tampoco lo están pidiendo -, sino de faltar el respeto, ofender, denigrar, entre otras acciones que rayan casi en una manifiesta agresión verbal contra el sexo opuesto.

Salvando las excepciones de rigor, que claramente las hay (algunos son finos y apropiados), se observa una clara y preocupante tendencia hacia la patanería, la “pachucada” y una desesperada, casi obsesiva o patológica necesidad de atención. “Hola bebé”, “respóndeme por favor”, “hablemos por privado” “no me ignores”, “sígueme en mis redes, te lo suplico”, “dale like a mi comentario”, o el patético “dichoso tu novio o esposo”.

De los que alaban la belleza física, a través de los más diversos y trillados adjetivos (hermosa, preciosa, divina, diosa, princesa, por citar los más decentes y publicables), el que no puede faltar y más pena ajena me produce, por lo desubicado y falto de originalidad, es el típico: “me encantas” (¿?). Yo, me imagino, a la destinataria de tal exabrupto, “saltando de alegría” al ser digna de semejante distinción por parte de un perfecto idiota desconocido.

Fuera de broma, esos comentarios, aparte de retratar de cuerpo entero la obcecada mentalidad de escasez y creencias limitantes de muchos hombres, explican la creciente violencia machista que padecemos como sociedad. Las palabras, sean en la calle, en redes o en programas basura son reflejo de ese grave flagelo que nos afecta dentro y fuera de la red. ¿O acaso no recordamos que algunos de los feminicidios recientes han venido antecedidos de cruentas espirales de acoso en redes sociales?

No, si es que detrás de un simple y, en apariencia, inofensivo comentario, se pueden esconder los más salvajes y viles propósitos. Y no crean que es un asunto exclusivo del jet set criollo. Tengo amigas y conocidas, mujeres comunes y corrientes, con hijos, solteras, comprometidas o casadas, que también lo han padecido: colas interminables de mensajes diarios, con el viejo timo del “feliz día” “feliz navidad”, “feliz cumpleaños” y hasta “feliz aniversario de bodas”.

Yo, mientras tanto, me pregunto. ¿Qué será lo que estos hombres pretenden? ¿Qué les respondan, aunque sea por cortesía?, ¿Que les den el número de WhatsApp?, ¿Que les acepten una invitación a salir? ¿Casarse y ser felices para siempre? Nada de eso, porque saben que muy probablemente no ocurrirá. Casi siempre lo que buscan es reafirmar su frágil masculinidad a punta de mendigar una atención que les permita llenar el vacío de sus miserables existencias.

Sin embargo, lo único que logran, es que borren sus comentarios, los bloqueen de por vida o los denuncien abiertamente, como hizo hace poco una modelo e influencer tica, tras publicar en Twitter las “joyitas” de reacciones que recibe a sus historias de Instagram.

¿De cuál manual barato de seducción habrán sacado que eso funciona? Cuando veo que un hombre pretende llamar la atención de una fémina recurriendo a esas viles estrategias propias de lo que llaman hoy masculinidades tóxicas, fácilmente se llega a la conclusión de que algo anda muy mal con los métodos de flirteo en esta era digital.

 “Ay, pero si no quieren que las ofendan, para qué suben esas fotos sexys”, diría más de uno en su defensa machista. Bueno, ese argumento es precisamente uno de los peores síntomas de la enfermedad moral que nos corroe dentro de esta dañina cultura patriarcal en la que estamos inmersos. Nos creemos no solo dueñas de ellas mismas, sino también de hasta lo que pueden subir o no en redes sociales. En vez de juzgar las publicaciones de otros y sus motivos–cada quien administra sus perfiles personales a como le dé la gana- dediquémonos a ser responsables de nuestros propios actos, sea en la calle, en un bar o detrás de una pantalla.

¿Pero si ellas también lo hacen en contra de los hombres? Ajá. ¿Quiere decir, entonces, que está bien? ¿Queda normalizado y socialmente aceptado cuando es de ellas contra ellos? No, el asunto va parejo para ambos bandos. La igualdad también se mide con base a lo que no debemos hacer, tanto hombres como mujeres.

Y, no me malinterpreten, con esta diatriba me refiero exclusivamente a acosar, no necesariamente a conocer a alguien por redes sociales con fines románticos o amistosos, una práctica que, con las debidas precauciones del caso, no tiene nada de malo y que se ha vuelto muy común en estos tiempos de pandemia y distanciamiento. Creo que todos lo hemos hecho en algún momento, con peores o mejores resultados (no podemos obviar que muchas parejas, hoy juntas o felizmente casadas, se conocieron a través de un primer acercamiento virtual).

La diferencia radica –y hablo por experiencia propia- en que, si noto que, a lo sumo al segundo intento, no me dan pelota (lo que llaman dejar en visto), desisto y sigo mi camino. Tengo mucho qué hacer como para estar pendiente de si me responden o no. Y no me vengan con que el que “persevera, alcanza” (lo que se puede alcanzar es una buena basureada). Creo que aquí más bien aplica el refrán napoleónico de que las guerras contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo.

Si no somos correspondidos, mejor huyamos, no nos pasemos de intensos. Para ellas, en su infalible sexto sentido, es fácil percibir cuando un hombre pretende conquistar con intenciones de conexión y –quien quita- una sana y seria relación, y otro que lo que busca es hostigar con el fin de afianzar su condición de macho lomo plateado seductor, cuyo ego insuflado de testosterona nunca entendió que no es no.

Maes, en serio, tengamos un poquito de dignidad y amor propio. Evitemos recurrir a esa clase de despreciables bajezas sexistas que infestan a diario las redes sociales. Que nuestra autoestima nunca esté en función de que alguien nos regale unos centavitos de felicidad. ¿Acaso no nos damos cuenta que, al final, todos salimos perjudicados? Estemos o no dentro de esa vil categoría, muchas veces terminamos pagando justos por pecadores, arrastrados hacia una maniquea guerra de sexos, bajo la injusta y falaz consigna de que “todos los hombres somos iguales”.

Demostremos que no es cierto. Salgámonos de ese odioso canasto, creciendo y trabajando en nosotros mismos para convertirnos en hombres de alto valor, con la capacidad no solo de conectar con mujeres igualmente valiosas, sino de desarrollar los hábitos correctos y una mentalidad magnética a la altura de todos los retos de la vida, haya o no faldas y tacones de por medio. Seamos el tipo de hombre que busca y merece abundancia a todo nivel.

Los alfa perseguimos metas, no mujeres. Ellas -las que realmente valen la pena- aparecen en el camino hacia convertirnos en nuestra mejor versión. Se trata de atraer, no repeler ni atosigar. He ahí una de las claves del éxito en la vida… y con las mujeres.