Más que bendecido yo me atrevería a decir que somos un país precavido. Y no es que esté menospreciando el poder de la mano divina, tan necesaria como efectiva, para librarnos de males peores, pero sin duda en los efectos originados por el terremoto de la semana pasada, vemos aplicada a la realidad aquella máxima de que a Dios rogando y con el mazo dando.
Si a sabiendas de que vivimos en un país propenso a eventos telúricos y ante el inminente sismo de gran magnitud anunciado hace más de 20 años en la península de Nicoya (no sabemos con exactitud si se cumplió la profecía o solamente nos dieron un anticipo), nos hubiéramos quedado de brazos cruzados, suplicando por la misericordia divina y rehuyendo la responsabilidad humana, es probable que hoy en lugar de estar contando la historia estuviéramos contando muertos entre los escombros.
Pero no, gracias a Dios y a nuestra capacidad previsora, desde hace tiempo atrás, supimos actuar con cautela y prevención, adoptando las medidas necesarias para que nuestra infraestructura y nuestra gente no se vieran ingratamente sorprendidas frente a los impredecibles embates de la naturaleza.
Contamos con un código sísmico de acatamiento obligatorio en las construcciones, desarrollamos planes de prevención y evacuación, ideamos protocolos de emergencia, realizamos investigaciones de campo exhaustivas, entre otras medidas que demuestran el manifiesto sentido de urgencia y prudencia con que nos hemos preparado para los tradicionales meneones.
Es cierto aún falta mucho por hacer, pero nada de lo logrado hasta la fecha anterior ha sido un golpe de suerte u obra de un milagro, sino, por el contrario, de un esfuerzo humano sostenido, liderado por un grupo interdisciplinario de especialistas que, desde la academia, los estudios o la política, han actuado con la previsión correspondiente para que los efectos provocados por el sismo no hayan sido los consecuentes con un evento de alto poder destructivo como el ocurrido.
Y en todo caso, si insistimos en atribuir el moderado impacto del sismo a una intercesión del Todopoderoso y al manto protector de la Virgen de Los Ángeles, que nos ha salvado no pocas veces, digamos que tanto ellos como nosotros contamos con la bendición de tener una legión de ángeles terrenales que han venido trabajando arduamente en la mitigación de desastres naturales, por más que los tilden de alarmistas o paranoicos extremistas.
Limitarnos a calificar los pocos daños materiales y la ausencia de víctimas mortales como un hecho milagroso que sobrepasa el entendimiento humano, lo considero: injusto para quienes se han partido el lomo para evitar que la naturaleza se salga con la suya, arriesgado para la población que podría verse arrastrada a un estado de conformismo que privilegie la oración sobre la acción y, finalmente, bastante egoísta para los países, menos afortunados, pero igual de creyentes, que no han corrido la misma suerte que nosotros con eventos de igual o menor intensidad.
Es más, me atrevo a decir que ni al mismo Dios le debe hacer mucha gracia de que lo señalemos como el único responsable de protegernos del movimiento sísmico. Es ponerlo en una situación comprometedora frente a los terremotos acaecidos en otras naciones que, al igual que Costa Rica, merecen la misma benevolencia divina. Recordemos que Dios es amor, no sólo para los costarricenses, sino para toda la humanidad, independientemente de nacionalidades, etnia, credo político o condición social y económica. El jamás va a preferir la muerte de un chileno o un haitiano por encima de la de un costarricense. Ni los desastres naturales, ni las guerras, ni los accidentes, ni la pobreza, ni la injusticia, reflejan la voluntad de Dios, por el contrario, evidencian la ausencia de Él en muchas áreas de nuestras vidas imperfectas.
Recurrir a la protección divina como escudo frente a lo incierto siempre es una buena elección, pero si ésta la combinamos con acciones humanas concretas el resultado puede ser mucho más positivo. ¡Ayudemos a la fe a mover montañas!