Cuando las cosas no salen como se desea, en el Gobierno, en las empresas o en los hogares, se ha puesto de moda salir con el cuentico de que se debe a un “problema de comunicación.” Una especie de pretexto generalizado que aplica sin restricciones para explicar el porqué de muchos de nuestros males. Y, a sabiendas de que los supuestos expertos en la materia somos los periodistas, entonces siempre terminamos pagando los platos rotos, cuando, en realidad, el trillado problemita que nos endilgan no es una causa sino un efecto de la desafortunada acción u omisión de terceros.
Podemos ser administradores o facilitadores de la información pero nunca propietarios ni responsables directos. Menos en estos tiempos 2.0, donde las redes sociales y la información a solo un clic en manos del ejecutivo, el misceláneo o el hijo de vecino nos roba la vuelta a más de un periodista. En resumen, la información hace rato que se convirtió en bien público y ya no nos pertenece. Por eso aquel viejo timo de que nosotros somos los culpables de los benditos problemas de comunicación es una mera ficción.
Un asesor en la materia, por más títulos bajo el brazo que lo respalden, no puede hacer nada si los asesorados no atienden sus recomendaciones. Podemos tener la mejor estrategia de comunicación, pero si no viene acompañada de buenas obras, concretas y verificables, ejecutadas en un marco de acción honesto y transparente, todo lo demás se convierte en letra muerta, incluyendo la labor del periodista que, por más nobles que sean sus intenciones, tampoco puede hacer milagros. En este caso, el problema no sería la comunicación, sino el trasfondo de los hechos que se quieren comunicar.
En el último eslabón de la cadena de metida de escarpines del Gobierno con sus versiones encontradas sobre diversos temas, el Ministro de la Presidencia mandó a la calle a 700 de empleados del Banco Citi y mantuvo a cientos tarjetahabientes a puro té de tilo. El origen del desaguisado no fue una falla en comunicación sino una ausencia absoluta de ella, al dar por cierto un rumor infundado en redes sociales, donde –sabemos bien– la verdad suele ser desplazada por el deseo incontrolable de la inmediatez y la búsqueda incesante de la primicia en una vorágine informativa difícil de controlar.
Por eso, venir a estas alturas del juego a querer filtrar todas las noticas surgidas en el seno de las instituciones públicas resulta poco práctico, por no decir casi imposible. No pongo en duda el loable propósito de la Dirección de Comunicación, liderada por mi exprofesor Boris Ramírez, de quien me consta su sobrada capacidad, pero en esta ocasión, como dicen popularmente, por hacer una gracia le salió un sapo. Y, en medio de las acusaciones de censura previa, tuvo que correr a rectificar. Pero la verdad no lo culpo; eso de ser el orquestador de las informaciones que emanan de Casa Presidencial no debe ser tarea fácil, sobre todo cuando estamos claros de que el problema es de cualquier cosa menos de comunicación. El Gobierno y sus acciones son los únicos responsables de la buena o mala imagen que proyecten al pueblo costarricense.