En la vida hay que saber decir “no”. Nos puede ahorrar malos ratos y pérdidas de tiempo. Sin embargo, me he dado cuenta que ese monosílabo, tan fácil de pronunciar, pero difícil de emplear en determinados contextos, debería ser prohibido para responder a algunas preguntas que deberían, por obligación moral, ser secundados con un sonoro y sincero: “¡Sí!”.
Tal es el caso de la famosa interrogante con que muchos escritores o vendedores abordan a sus potenciales clientes cada vez que llegan a una feria literaria, como la celebrada el fin de semana pasado, en un nuevo centro comercial de Escazú, donde tuve la oportunidad no solo de participar sino de reflexionar sobre un fenómeno que nos aqueja desde hace varios años.
“¿Le gusta leer?”, pregunta uno, tratando de romper el hielo con el cliente. Aunque si se acercó al stand, lo más probable es pensar que sí, no siempre es el caso y nunca falta el que suelta con la respuesta temida que, si fuera una afirmación aislada no debería de qué preocuparnos, pero a fuerza de repetición hace que a más de uno se le pare el pelo.
Números hablan
Y las estadísticas lo confirman. Según una noticia del periódico La Nación sobre la Encuesta Nacional de Cultura publicada en el 2014, el 51,4% de la población no leyó en los 12 meses previos a la consulta. Entre tanto, la Encuesta Latinoamericana de Hábitos y Prácticas Culturales del 2013, auspiciada por la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), reveló que Costa Rica es el país con menor consumo de libros de la región, con un 2,7 libros anuales por persona.
Si hay alguien que puede dar fe de las anteriores cifras somos los escritores que andamos deambulando de feria en feria en busca de una especie en riesgo de extinción. Ya sea a causa de una falla en nuestro sistema educativo, falta de políticas de Estado, enajenación tecnológica o por cualesquiera razones que sean, el “no leo” o “no me gusta” se torna cada vez más frecuente y alarmante.
Ante ese negativo panorama, según pude comprobar en la feria, hay colegas que prefieren cortar por lo sano y dar por finalizada la conversación; otros, con una mal disimulada sonrisa procuran esconder su desconcierto y una pequeña minoría no perdemos la esperanza de que nuestro libro sea un buen pretexto para iniciarse.
Desarrollando el hábito
Los esfuerzos no siempre dan resultado y hay muchos clientes fallidos que prefieren retirarse con las manos vacías, ajenos al infinito mundo de posibilidades, viajes, aventuras y culturas en las que nos adentramos a través de las páginas de un buen libro. No los culpo. Yo era igual. De hecho, a mí, de pequeño, nunca me inculcaron el hábito y tuve que desarrollarlo ya entrado en años, gracias al impulso de familiares, amigos y algunos autores maravillosos que fui descubriendo con el devenir de los años.
Les puedo asegurar que es un descubrimiento del que no me arrepiento y que sigo cultivando, religiosamente, todos los días. Que no hay tiempo, que mucho trabajo, que el estudio… Pretextos hay, como libros a nuestra disposición. Yo pensaba exactamente lo mismo hasta que me percaté que entre 20 y 25 minutos al día eran suficientes, para alejado de celulares, computadoras y cualquier distractor tecnológico, entregarse de lleno al festín de la lectura. Y si pasa tan ocupado que ni siquiera dispone de ese tiempo para dedicarlos a usted y su crecimiento, entonces preocúpese, porque es probable que tampoco esté teniendo tiempo para vivir. Pero si gusta seguir mi humilde consejo, le aseguro que en un año se sorprenderá de los resultados.
Pero eso sí, trate de incorporarlo como parte de su rutina diaria y no lo relegue al plano de una actividad secundaria que –de nuevo- si hay tiempo cumplo y si no, pues ni modo. Es más, me declaro en contra de esa práctica institucionalizada por muchas personas de tener un libro en la mesita de noche que solo abren antes de dormirse, como si la lectura fuera un somnífero y no un instigador de la curiosidad intelectual.
En la feria me topé con dos casos muy interesantes. Uno, el de una señora que admitió ser reacia para la lectura, no porque no le gustara, sino por su incapacidad para comprender lo que lee. Una problemática muy común y que solo con la práctica y la concentración se puede erradicar. Y otro señor que, a pesar de su pinta de intelectual, me dio a entender que mejor ni perdiera el tiempo tratando de convencerlo y prefirió seguir jugando con sus dos hijos pequeños, quienes seguramente crecerán sin tan valiosa afición. ¡Qué lástima!
¿Inteligentes vs tontos?
No estoy diciendo que todo mundo tiene que leerse, de una sentada, El Quijote. Cada quien lo puede hacer a su manera, leyendo lo que le guste y dedicándole el tiempo que pueda. Así es precisamente como se empieza a desarrollar el hábito. Tampoco pretendo caer en los radicalismos absurdos de que el que lee es inteligente y el que no, todo lo contrario. Si algo he aprendido es que la vida está llena de matices y tengo conocidos no lectores que probablemente sean mejores personas que yo, que sí me gusta leer.
Cada quien es libre de definir y comportarse de acuerdo a sus pasatiempos y preferencias. Puede que no lean pero que se cultiven por otros medios, como conversando, viajando, viendo películas, etc. Todas totalmente válidas y enriquecedoras para la mente y el espíritu. Es preferible eso a algún empedernido lector que recite de memoria el Mein Kampf y los tutoriales de inducción del Estado Islámico. No todo lo que brilla ni lo que se lee… es oro. Aquí entra en juego otra pregunta crucial digna de debate: ¿Qué es lo que estamos leyendo? Pero bueno, eso es capítulo de otra historia…
De momento, lo que puedo concluir, a partir de las experiencias acumuladas en mi corta trayectoria de novel escritor, es que, si bien no todas las personas que no leen son ignorantes, los lectores asiduos difícilmente lleguen a serlo. Gracias por concluir este artículo y ser parte de una privilegiada minoría.