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Quienes acostumbramos a escribir, a veces nos cuesta encontrar temas que justifiquen tan sublime práctica. No creo que sea porque no los haya –en este país siempre hay de qué hablar- sino porque la mayoría de ellos, por su connotación negativa o quejosa, no vale la pena abordar en estos tiempos de amor, paz y recogimiento.

Soy de la opinión que hay momentos para todo y diciembre, con sus vientos alisios, tardes soleadas y ambientes festivos con olor a ciprés, invitan a todo menos a despotricar contra el Gobierno, los impuestos, Albino o Saprissa.

Creo que ya hemos tenido suficiente de malas noticias durante este año particularmente duro, que, sin duda, nos merecemos un “break” de tanta desventura a ver si acaso logramos entrar en modo navideño antes de que enero nos sorprenda con sus pintas, cuestas, cuentas y gastos de entrada a clases.

Por esa razón, y no tanto por falta de tiempo o inspiración, es que en fin de año se me complica encontrar algún tópico que me motive a sentarme a teclear un rato, cuando la mayoría, lejos de estar esperando la publicación de este artículo, se encuentra en diligencias propias de la época.

Perfectamente podría hablarles de la charla a la que asistí días atrás sobre la situación político-económica actual y las proyecciones para el año venidero. Sin embargo, hay quienes lo harán con más propiedad –y ganas- que yo. Aparte, a estas alturas, con las elecciones municipales a la vuelta, ya muchos estarán agotados de la misma cantaleta. ¿Y quién soy yo para venirles a estropear la Navidad con malos augurios?

No digo que la economía, el desempleo, la inseguridad, las votaciones sospechosas en la Asamblea y el fallido aeropuerto a Orotina, no sean temas trascendentales que ameriten un reposado análisis, sea en Navidad, Semana Santa o en medio del nuevo feriado del Día de la Abolición del Ejército, pero considero que ya habrá tiempo para ello después de los tamales. Aunque, sinceramente, sería mejor si habláramos menos y actuáramos más. ¿Será mucho pedirle al Niño?

Caminata inspiradora

En resumen, y para dejarme de rodeos, la verdad es que me da un poco de pereza hablar más de lo mismo y de lo que todo mundo habla. Por consiguiente, decidí tocar un tema que, si bien no es tan novedoso, al menos estaría más a tono con la época. Convencido de que no lo iba a encontrar metiéndome a Facebook o viendo periódicos y noticieros, me tomé unos minutos, una mañana reciente, para, sin celular en mano, dar una vuelta por el barrio, despejar la mente y, de paso, atraer ideas frescas.

Al llegar a la iglesia, vi a un montón de niños en el patio, disfrutando de su fiesta de Navidad. Me detuve a observarlos y me vi reflejado en uno de ellos. Era un chiquillo correlón, medio travieso que no paraba de jugar bola con un amigo. Viajé a los tiempos en que mi mamá hacía lo mismo conmigo al regresar del trabajo. Sonrío. La nostalgia me invade. Quise volver a ser niño…

Regresando a las cavilaciones adultas, me cuestiono sobre lo fácil que sería la vida si la viviéramos más como dulces, bondadosos e inocentes infantes. Una niña, que estalla de emoción al verse ganadora de la partida de boliche, me saca de mis reflexiones. Los demás chiquitos la acompañan en su alegría y celebran con ella, sin la envida, la crítica o bajadas de piso típicas de los adultos.

A mi lado, un joven recostado a la malla –quizá el papá de algún pequeñín-, abstraído en el celular, se pierde de ver el rostro iluminado de su hijo, mientras, a la distancia, unas señoras chismean y un hombre encara a otro por saltarse un “Alto”. A sus espaldas, unos niños inquietos ejemplifican el significado real de la vida con cada grito. Amen, compartan, rían, sean felices como nosotros, parecen expresar entre risas, con sus ojos chispeantes.

Soledad y tristeza

Continúo mi camino. A escasos metros, descubro que el Jardín de Niños del barrio se pasó al otro extremo de la línea del tiempo y ahora se dedica a cuidar adultos mayores. “Hay menos riesgo de que se escapen”, me dijo en son de broma un conocido. Me topo con un panorama ingratamente distinto. El jolgorio y bullicio de minutos antes contrastaba con un silencio sepulcral. Unos residentes del hogar diurno, en actitud contemplativa, dormitaban sentados en el corredor. Al notar mi presencia y mirada curiosa, uno de ellos alza la mano y me saluda. Le correspondo sonriente.

Me dolió verlos así, solos, aburridos, un tanto afligidos y con un dejo de tristeza en sus rostros. ¡Vaya manera de pasar la Navidad! Mientras otros disfrutan, ellos se dedican a ver el tiempo pasar, al igual que las personas drogadictas, en condición de indigencia y otros desfavorecidos sociales. Prometo volver y departir con ellos un rato, cumpliendo con los actos de buena fe que demanda la época –y el año entero. Me retiro y una sensación de paz y serenidad –tan propia de los abuelos- me invade el alma. Dos valores tan escasos como necesarios en estos tiempos de ajetreo navideño.

Regreso a mi casa con sentimientos encontrados. Feliz por los niños, triste por los viejitos y satisfecho de que la caminata había cumplido su objetivo: encontrar un tema diferente digno de ser compartido a través de estas líneas que, con aprecio y como muestra de agradecimiento a mis fieles lectores, escribo a suerte de despedida de un año especial en el que este blog cumplió 10 años de existencia y más de 200 artículos publicados.

Muchas gracias a todos por llegar hasta aquí y que en estos días de fiesta nunca perdamos la alegría y la capacidad de asombro de los niños ni la serenidad y la sabiduría de nuestros adultos mayores.

Que, junto a todos ellos, vivamos una Navidad llena de amor, respeto, solidaridad y compasión para grandes y chicos por igual.

¡Feliz Navidad y que tengan un Venturoso, Empático e Inclusivo Año Nuevo!

Nos leemos en el 2020.