Cortesía de Grupo Nación
No conozco mucho de ella. Solo sé que se llama Kattia y es supervisora de enfermería del hospital Blanco Cervantes. La conocí la semana pasada mientras llevaba a mi abuela a una cita médica de rutina. Fue un encuentro rápido, casual, pero suficiente para darme cuenta del tipo de persona que tenía al frente.
Ya eran pasadas las 4 p.m. del martes 30 de abril; es decir, no solo era hora de salida, sino que al día siguiente era feriado, doble motivo para que más de un funcionario estuviera deseando irse en carrera para la casa. Entre tanto, a mí me urgía conocer el estatus de la próxima cita de mi abuela en el hospital de día. ¡Qué oportuno!
Sin embargo, era tarde y no había nadie que me pudiera atender en la sección a cargo. Luces apagadas, ventanillas cerradas… solo faltaban los grillos trinando de fondo. “Ni modo, tendré que llamar o venir después”, me dije apesadumbrado. De repente veo una luz y escucho un ruido procedente de una oficina esquinera, la única que permanecía abierta. Sin muchas expectativas y mentalizado para recibir un “no” de respuesta, decidí honrar aquella máxima que dice que el “peor intento es el que no se hace”.
Resignado, me dirigí hasta la puerta y saludé, esperando ser correspondido. Con el prejuicio a cuestas, me preparé psicológicamente a que me fulminaran con la mirada o me dijeran “lo siento, ya cerramos” sin tan siquiera alzarme a ver.
Por dicha me equivoqué. Las dos empleadas que quedaban me saludaron amablemente. Una de ellas ya estaba alistando sus cosas para retirarse; la otra, seguía laborando en su escritorio, probablemente a punto de apagar la computadora, cuando este servidor llegó a importunar.
A la primera no la atrasé –por lo menos se despidió antes de irse- y la otra se quedó atendiéndome por unos cuantos minutos. Era Kattia. Para entonces, aún no sabía cómo se llamaba. Le hice mi pregunta, me consultó algunos datos y de inmediato tomó el teléfono para hacer varias llamadas. Lamentablemente no le respondió ni el guarda. Ya todos sus compañeros administrativos se habían retirado o desviado la extensión.
Promesa cumplida
Otro(a), en su lugar, quizá se habría dado por vencido y me hubiese instado a venir otro día con más tiempito. Ella no. Ingresó al sistema informático del hospital para revisar las citas programadas. No aparecía ninguna asignada a mi abuela para los próximos días con la geriatra. Cuando me estaba preparando para lo inevitable, me ofreció una mejor solución.
“Vea ahorita ya no puedo hacer nada, pero déjeme su número y con gusto le averiguo el jueves a primera hora y lo llamo para confirmarle”, me prometió. Me pareció una excelente alternativa y así procedí. Desconfiado y mal pensado que es uno, le dije que también me diera su número de teléfono por aquello de que se le olvidara o simplemente me ignorara –de nuevo afloró el prejuicio burocrático.
Nada de eso. El jueves a media mañana me estaba llamando para corroborarme el día y hora de la cita. Le agradecí montones y me despedí. Pero, sinceramente me quedé pensando en Kattia por el resto del día. No porque me haya dejado una grata impresión más allá de lo profesional –no sean mal pensados ustedes tampoco- pero sí por la responsabilidad e integridad de las que hizo gala.
Sin reparar en horarios ni limitarse a cumplir únicamente sus funciones, ella me ayudó con algo que quizá no le correspondía, con el único y desinteresado afán de servir. No sé si fue porque le caí bien, vio mi cara de desesperado o porque sencillamente esa es su forma de proceder siempre, sin importar la persona ni las circunstancias.
O a lo mejor es que hay muchos funcionarios como ella en otras entidades públicas y nosotros, injustos y prejuiciosos que somos, los invisibilizamos a punta de criterios infundados. “Todos los burócratas son unos vagos, se roban el salario, solo defienden sus privilegios, solo se la tiran en marchas o perdiendo el tiempo…” ¿Qué lance la primera piedra quien no lo haya manifestado o pensado ante alguna mala experiencia en una entidad pública?
Injustas generalizaciones
No dudo que hay algunas “manzanas podridas” en el Gobierno (también las hay en el sector privado) pero como optimista confeso que soy, me atrevo a pensar que son la minoría. Apuesto que hay muchos otros que, aunque imperfectos –quién no ha tenido un mal día- se esmeran en romper con los estigmas derivados de las injustas generalizaciones o lo que se conoce como generalizaciones apresuradas o no fundamentadas en datos suficientes.
Lo he podido comprobar no solo en el Blanco Cervantes sino también el Hospital México, donde estuvo internado mi papá y me consta la calidad en el trato humano que recibió de parte de todo el personal médico, administrativo y de enfermería, al cual todos en la familia les estamos profundamente agradecidos.
Definitivamente, la CCSS, con sus virtudes y defectos, es una institución noble y solidaria de la que todos los costarricenses debemos sentirnos orgullosos y agradecidos de tener. Pero estoy seguro que ni la Caja ni ninguna otra institución sería lo que es hoy en día sin la mística, el esmero, la pasión y la vocación de servicio de la mayoría de sus colaboradores. Ellos son los que las convierten en bastión fundamental de esta democracia bicentenaria. A todas esas “Kattias” que, con sus actos y actitudes, engrandecen a Costa Rica entera, mi más sincera gratitud y reconocimiento.