Del aciago panorama que nos pinta el VII Informe del Estado de la Educación, hay un dato estremecedor que explica y resume todos los otros. En un país donde la mayoría de sus maestros no leen –y, por ende, sus alumnos tampoco- no es de extrañar que tengamos jóvenes fuera de las aulas, programas de estudio desactualizados y cobertura universitaria estancada.

Como bien lo advirtió, la directora, Isabel Román, el lenguaje es la base de las demás áreas del saber; es la cintura del sistema. Y si esa cintura –agrego yo- se encuentra atrofiada, es fácilmente comprensible todo lo que ocurre en su entorno.

Estudiantes incapaces de articular una frase lógica y congruente o con serias fallas de redacción y ortografía, así como diputados que se creen estúpidos mas no idiotas y cuyas alocuciones no tienen mucho que envidiar a las de los colegiales revoltosos son algunos de los síntomas de nuestras graves falencias en materia educativa.

Si bien lo anterior no se puede atribuir exclusivamente a la falta de lectura, sí considero que influye en este penoso rezago. ¿O no es acaso en los libros donde, muchas veces, hallamos las soluciones a nuestras mayores desventuras? ¿Acaso no son ellos los que adentran a los niños en conceptos valiosos como el amor, el respeto, la solidaridad, la tolerancia, la bondad y muchos otros principios venidos a menos?

País de contradicciones

Ahora entiendo por qué a nuestro país le cuesta tanto avanzar. Estamos plagados de contradicciones. Y aunque la contradicción es inherente a nuestra condición humana, tampoco es que la congruencia sea un don divino inalcanzable como para no aplicarlo en resolver las disonancias discursivas de nuestra propia identidad.

Para muestra unas cuantas dicotomías culturales. De tradición pacifista, pero cada vez más inseguros; amantes de la naturaleza, pero con playas y ríos infestados de basura; muy democráticos, pero con imposiciones de minorías impertinentes y bulliciosas.

Y, ahora, como amarga cereza del pastel, nos venimos a enterar que tenemos un 74% de maestros de primaria –más de 200- que no les gusta leer ni fomentan el hábito entre sus estudiantes. Lo ven como un ejercicio obligatorio, ajeno al gusto y el placer propios de esa experiencia.

O sea, en plena sociedad del conocimiento, nos damos el “lujo” de tener educadores que no leen. Habrase visto semejante despropósito y contrasentido. ¿Qué nos falta por ver? ¿Oradores con pánico escénico, economistas que no saben de números, pilotos con fobia a las alturas, o que Keylor Navas se retira porque le tiene miedo a la bola? No, si es que de verdad en este país a veces somos como un meme ambulante.

Sistema obsoleto

Aunque admito que el dato es para pararle el pelo a cualquiera, a mí no me sorprende. Lo venía intuyendo desde hace unos tres años, cuando, cada vez que participaba en una feria literaria, más de uno me salía con el típico “no me gusta leer” o “no tengo tiempo”.

Al igual que los escritores, los niños, jóvenes y adultos son una víctima más de un sistema educativo anquilosado que no vela por el fomento de destrezas de lectoescritura ni tampoco –y he aquí otro dato alarmante- de habilidades para el análisis y el sentido crítico. Seguimos en los tiempos de la “niña Pochita”. Con lecciones magistrales sumamente aburridas e ineficaces donde el profesor habla sin cesar y el alumno, cual autómata inerme, se limita a tomar nota y asentir sin chistar (calladito más bonito).

En la era de la robótica y la inteligencia artificial, acá hay algunos que se quedaron varados en la época industrial del siglo XIX. El reconocido autor de educación financiera, T. Harv Eker, afirma que en la escuela nos educan para ser empleados, no para ser empresarios que cuestionan, critican, analizan y razonan. ¡Cuánta verdad!

¿Qué podemos hacer al respecto? El Informe urge la necesidad de integrar a los docentes en procesos que les permitan desarrollar un gusto por la lectura, a partir de sus intereses. Totalmente de acuerdo. Así como a nadie se le deberían imponer sus preferencias, lo mismo sucede con la lectura, estudiantes incluidos. Es una afición adquirida que se desarrolla desde tempranas edades, en el hogar y en las aulas.

Con eso y fomentando el hábito de la lectura– mínimo unos 30 minutos diarios, lejos de cualquier distractor o dispositivo- alrededor de algún tema, autor o género de interés, pronto veremos a la literatura como lo que realmente es: una práctica placentera y no una odiosa obligación. Aún estamos a tiempo de rectificar, si los maestros y alumnos empiezan a leer más y marchar menos.