Existe la falsa creencia de que por la vida se debe andar siempre acompañado. Y no hablo de proyectos conjuntos de envergadura como una relación de pareja o un matrimonio, sino a asuntos más aterrizados y triviales como salir a dar un paseo o a comer.
Yo, por el contrario, como buen rebelde con causa y férreo opositor de los convencionalismos, soy del criterio que no se necesita de un tercero para la autorealización personal. Si algo tengo claro es que quien no está feliz consigo mismo, tampoco lo será con alguien al lado.
No estoy acá despotricando contra las relaciones interpersonales ni enarbolando la bandera de la eterna soledad de los Enanitos Verdes. Si alguien quiere estar con uno, ya sea con fines amistosos o sentimentales, y el deseo es mutuo, bienvenido(a) sea esa persona (nunca digás de esta agua no beberé).
Lo que no me parece correcto es depender de un ser externo para llevar a cabo nuestros planes. “Es que qué pereza ir solo a tal lado”, dirá, más de uno. Bueno, esos que precisamente necesitan compañía hasta para ir a la pulpería de la esquina, son los que más deben trabajar en redefinir su concepto de soledad.
Para mí, no es más que un estado mental. Yo puedo estar solo como la luna –diría Sabina- y sentirme plenamente acompañado de mí mismo. O, por el contrario, siguiendo con las referencias musicales, puedo tener un millón de “amigos” y verme como el ser más despreciable y solitario de la faz de la Tierra –sobran los ejemplos de famosos que han terminado deprimidos o suicidándose.
El punto es que, sin importar que seamos el peor de los ermitaños o el más connotado de los influencers, todos necesitamos nuestros espacios de introspección, comunión intrapersonal o simple soledad, como usted quiera llamarle. Y yo los encuentro en el cine, la playa, la montaña, mi casa y, acabo de descubrir, que también en los museos.
Quienes me conocen lo saben y me lo respetan. Soy un férreo defensor de mis espacios a solas. Por más bien ganado que me tenga el mote de “bicho raro” o “pizote solo”, si algo procuro es escaparme de vez en cuando por ahí, ligero de equipaje, con no más compañía que un libro, mis pensamientos, mi conciencia y mis fantasmas.
“Baño de ciudad”
La última vez que lo hice fue el lunes pasado –sí, un lunes (¿por qué esperarse al fin de semana para disfrutar de la vida?), a darme un “baño de ciudad y cultura”. Motivado por las mañanas soleadas y los vientos alisios que anuncian la llegada de la mejor época del año, me fui a “mochilear” por San José.
Fue algo así como conociendo –o redescubriendo- San José de día. Equipado con una botella de agua y un paraguas (por aquello de nuestro temperamental clima tropical), empecé un recorrido improvisado que me llevaría hasta… sepa Dios dónde. En contra de la más elemental de las recomendaciones turísticas –siempre haga un itinerario de viaje- empecé a caminar sin rumbo fijo ni planificación previa.
Consciente de que, en ocasiones, los acontecimientos no planeados se disfrutan más, tomo la Avenida Segunda y volteo a inspeccionar, con curiosidad, la apariencia remozada del Hotel Costa Rica e ingreso al Teatro Nacional, donde me dejo impresionar por su fachada renacentista, sus esculturas, y el estilo pompeyano del vestíbulo.
Salgo y me dirijo a la Plaza de la Cultura; atravieso la explanada y, mientras esquivo gente y palomas, la leyenda de una valla gigante llama mi atención: “Artes Visuales en los 70.” Había encontrado mi primera parada: los Museos del Banco Central. Pago la entrada (2.000 colones) y me dispongo a recorrer las exhibiciones de arqueología, numismática y artes visuales.
Inicio en el tercer nivel, con la exposición de oro precolombino. Ya la había visitado hace algunos años, cuando fui con mi primo. Pero esta vez lucía diferente y más cautivante. Aparte de una curada selección de metalurgia y orfebrería, ahora, por más paradójico que suene, la tecnología ha llegado a enriquecer la cultura de las sociedades precolombinas.
Ingreso a la casa cósmica talamanqueña donde, a través de una experiencia inmersiva, el visitante puede apreciar la cosmovisión de los pueblos Bribi y Cabécar. Sigo caminando y me encuentro con réplicas de objetos para ver y tocar, audios de cánticos y relatos indígenas para escuchar –incluso en el idioma original- y hasta un espacio para la protección del patrimonio con libros para hojear. En resumen, un completo deleite para todos los sentidos. ¡Bien por nuestras autoridades museísticas y culturales!
Hora de explorar la exhibición de arte temporal que me había llevado hasta allí. A través de una serie de pinturas, de diferentes autores nacionales y en distintas técnicas artísticas, complementado con algunas de sus más celebres frases, voy repasando las diversas preocupaciones y motivaciones de los artistas durante una época de tensión política y agitación social. Desde quienes se apreciaban de su concepción universal y apolítica del arte, pasando por aquellos que buscan exaltar los paisajes, costumbres y rasgos culturales del costarricense, y finalizando con las obras que servían de voz de protesta y agente de cambio.
Finalizo con una mirada rápida al origen de nuestra moneda, no sin antes detenerme a apreciar la muestra temporal de medallas que tienen en las afueras (más de 140, emitidas desde el siglo XIX y hasta el presente). Institucionales, militares, deportivas, conmemorativas… todas, acompañadas de un abordaje anecdótico y del contexto histórico que hay detrás de ellas. Altamente recomendable.
A comer y a seguir…
Ya es medio día y comienza a sonar la tripa. Desde hace días ando con un antojo de sopa negra y me voy dispuesto a satisfacerlo en el lugar más criollo de la ciudad para saciar este tipo de menesteres gastronómicos: el Mercado Central. Lo acompaño con un buen fresco de mora, y de postre, ¿adivinen?: un helado de sorbetera de Lalo Mora. ¿Así o más tico? Observo, por un rato, los tradicionales tramos del mercado y, aparte de las frutas, verduras y “tiliches” de siempre, también ofrecen pasitos, figuras y coronas. Mi espíritu se alegra por la llegada de la Navidad.
Hago la digestión, caminando sobre la Avenida Central, desde el mercado hasta la Plaza de la Democracia. Veo con estupor la fea mole de cemento que hará de “casa” de nuestros Padres de la Patria y me río con sarcasmo al ver hasta el mismo Pepe Figueres dándole la espalda, desde su sitial de honor en la Plaza de la Democracia.
Ante la imposibilidad de visitar el Museo Nacional –estaba cerrado-, me tomo un selfie (para que no digan que no hice el intento) y bajo hasta el Museo de Jade y la Cultura Precolombina del INS, ubicado al costado oeste de la plaza. Ya lo había visitado antes, cuando fui a observar el monólogo “El Salto”, de Leynar Gómez, un sábado por la noche. Dado que por obvias razones no pude pasar del primer piso, donde se encuentra el auditorio, ya esta vez, con más tiempo y en horas hábiles, hice el recorrido completo. ¡Vaya experiencia más sugestiva e impresionante! Es como para estar todo el día ahí metido.
Sus seis salas, distribuidas en los cinco pisos del edificio, contienen la más grande colección de jade precolombino en América, aparte de objetos de piedra, cerámica, oro, entre otros. Cuenta con sonido envolvente y hasta hologramas de indígenas que trasladan al visitante a aquellos tiempos ancestrales. Al igual que el de oro, ofrece una museografía inclusiva y un diseño exquisito que respeta hasta el más mínimo detalle de la vestimenta, cosmovisión, estructura social y hasta sexualidad de nuestras sociedades precolombinas.
Si a esto le agregamos los recursos tecnológicos y digitales de apoyo –rompecabezas, juegos, videos, infografías, etc.- así como las recreaciones ambientales propias de la época, nos encontramos frente a una experiencia sensorial y educativa que reivindica el legado cultural, el patrimonio histórico y las manifestaciones artísticas y sociológicas de las poblaciones indígenas de antaño.
Una capital turística y cultural
Les podría contar mucho más acerca del museo –como la exposición temporal de joyería de autor, Migrantes, que busca explorar las circunstancias históricas del fenómeno migratorio- pero, mejor, dejo que sean ustedes, en familia, con amigos, o solos (como yo) que descubran el misticismo de este maravilloso lugar donde el tiempo se pasa volando como los murciélagos que surcan el cielo de la que fue mi sala favorita: La Noche.
Al final, tras casi dos horas de recorrido –y eso que lo hice rápido- quedé convidado a regresar, una, dos y hasta tres veces. Pero, eso sí, a la próxima, incorporando el Museo Nacional al tour para completar el Paseo de los Museos. Mientras pido el Uber de regreso a casa, pienso sobre cómo en menos de un kilómetro, se puede resumir y conectar el patrimonio cultural costarricense, así como potenciar la ciudad como centro turístico de conocimiento obligatorio.
Me queda claro que San José, a pesar de sus defectos y problemas sociales que ya todos conocemos, sigue siendo una ciudad con diversos y mágicos encantos que, a causa del ajetreado ritmo de vida que la caracteriza y el malinchismo de algunos de sus habitantes, no logran brillar con la misma intensidad que el oro y el jade que albergan sus hermosos museos, sin nada que envidiarles, dicho sea de paso, a sus más connotados homólogos europeos.
Lástima que nuevamente, tal y como sucedió en mi visita al Museo de Arte Costarricense –la cual, aclaro, hice un domingo- el panorama fue similar: pocos turistas nacionales. Ojalá haya sido porque era lunes y no porque le estamos perdiendo interés al arte y la cultura; es decir, a nuestra identidad. Lo que nos falta no es tiempo (abren casi todos los días) ni dinero (manejan precios accesibles), sino reflexionar sobre el valor de lo que tenemos y no apreciamos… hasta que un día lo perdemos. Que Sibú nos proteja de semejante desgracia.