Tengo sangre árabe cortesía de mis antepasados libaneses. Lo pueden comprobar al observar ciertos rasgos físicos en la familia. Pero de ahí a convertirme en ciudadano croata, aparte de tener que pegar un brinco de 3 mil kilómetros entre un continente y otro, es muy probable que al verme la pinta no se traguen el cuento.
En resumen, tengo de croata lo que el Chunche Montero tiene de alemán. Por lo tanto, no tengo ningún ligamen sanguíneo ni afectivo con la revelación de Rusia 2018. Sin embargo, el no ser rubio y de ojos verdes no me impide sentirme identificado con la camiseta rojiblanca cuadriculada y profesarle públicamente mi apoyo en la final del Mundial.
A juzgar por mi pasado debería ser al revés. Siempre he apreciado el estilo de juego francés –y hasta su buen gusto en el diseño de uniformes- e incluso he estado muy en contacto con su cultura, desde mis años de estudiantes de francés, pero aun así “les bleus” no me terminan de seducir.
Trato de encontrarle una explicación a ese sentido de pertenencia a la causa croata y me cuesta hallarla. Ni soy madridista para apoyar a Luka Modric ni tampoco he estado en la Playa de Zlatni Rat, en la Isla Brac, uno de sus principales destinos turísticos. Tal vez mi afición se remonte a los gratos recuerdos que guardo de Davor Suker, goleador del Mundial de Francia 98, o bien, a la belleza exótica de sus mujeres (en este departamento sí son campeones mundiales).
Sin embargo, afirmar que se debe exclusivamente a lo primero sería menospreciar el aporte de las nuevas generaciones de jugadores y decir que es por lo segundo me haría quedar como superficial y sexista; entonces, para no herir susceptibilidades, digamos que se debe a una justa combinación de todas las razones anteriores.
Buena espina
Aunque, pensándolo mejor, yo diría que la principal razón es que me caen bien. O para decirlo en tico, se ve que son buena gente. No tengo el honor de conocer a ninguno, más allá de lo que me transmiten las imágenes de televisión. Pero, en general, me dan buena espina. Dentro y fuera de la cancha se notan alegres, esforzados, aguerridos, responsables y hasta amistosos y con buen sentido del humor (que lo diga el fotógrafo de la AFP que salió besado y abrazado).
Empezando por su distinguida presidente, Kolinda Grabar, quien deja de lado los formalismos y el protocolo para enfundarse los colores de su país, mezclarse entre la afición y colarse en el camerino a saludar a sus descamisados y sorprendidos jugadores. ¡Qué bello es el poder unificador del fútbol!
¿Han escuchado de la ley de la influencia de John Maxwell? Vean al titán de Luka Modric, todo un referente en el conjunto balcánico. Corredor incansable –acumula más de 60 kilómetros en todo el Mundial-, terminó exhausto y arrastrando las piernas en el partido contra Inglaterra. Laborioso, aplicado, entregado al máximo. El prototipo perfecto del capitán y líder influyente que transpira e inspira. Carga con la compleja tarea de administrar el juego y las emociones dentro de un equipo plagado de estrellas no menos luminosas que él: Súper Mario Mandzukic –héroe de la semifinal- Rakitic, Vida, Peresic –de los mejores del Mundial-, y demás guerreros croatas.
Un verdadero equipo
Comandados por el técnico Zlatko Dalić, quien, rosario en mano, les infunde su fe inquebrantable, todos colocan sus capacidades individuales al servicio del bien común. Sin ningún afán egoísta de figurar ni de robarse aplausos o acaparar reflectores. Como debe ser en un equipo de verdad. He ahí la clave de su éxito.
La mala noticia es que este domingo tendrán en frente a otro equipo de verdad. Francia ha demostrado ser una maquinita perfecta de derroche futbolístico. Con figuras de la talla de Pogba, Griezmann y el virtuoso de Mbappé, un legítimo diamante en bruto de 19 años.
Sin embargo, Croacia sabe lo que implica lidiar con otros más grandes. Su clasificación a la final ha sido un reflejo de la historia de lucha que los ha caracterizado en su incipiente vida como nación independiente, tras muchos años de guerras, dolor y sufrimiento.
Después de tres alargues, dos tandas de penales, tres remontadas en muertes súbitas, 116 kilómetros y 99 minutos más disputados que Francia, los croatas pueden llegar cansados, más nunca vencidos a la batalla final en Moscú… Estoy con ustedes, gladiadores. ¡Ajmo, Ajmo Hrvatska! (¡Vamos Croacia!)