Al final, el único quetzal que vi fue un billete de Guatemala que andaba en la billetera. Pero, no por eso, me atrevería a decir que no valió la pena. De haber sido un aficionado a la ornitología, me habría regresado un poco decepcionado, pero como hasta hace poco descubrí que así se llama la rama de la zoología que estudia las aves y ni siquiera portaba binóculos para, por lo menos, atisbar el revoloteo de un colibrí, puedo asegurarles que el no haber visto muchos pájaros -más sí escucharlos- es un detalle insignificante frente a los múltiples y variados atractivos que ofrece la zona.

Si, como a mí, las aves no le apasionan, permítame recomendarle que, aun así, vaya y, si puede, repita. Tal vez no vea al famoso y colorido quetzal ni tampoco pecaríes, fruteros o pájaros carpinteros, pero apuesto que le encantará perderse en los sinuosos senderos del bosque tropical nuboso, hacer un tour a caballo por el pequeño pueblo, practicar la pesca deportiva de truchas o simplemente dejarse cautivar por la imponente naturaleza circundante.

Esto y más es parte de lo que le espera en el pueblo de San Gerardo de Dota, ubicado a 88 kilómetros al sur de San José y el cual tuve el placer de conocer, explorar y disfrutar junto a mi familia, el pasado fin de semana. Como sitio icónico de la zona de Los Santos, San Gerardo es una belleza natural por excelencia. Cruzando el Cerro de la Muerte, se encontrará una comunidad que representa todo lo contrario: vida y vida en abundancia.

Situado en las estribaciones de la Cordillera de Talamanca, a lo largo del Valle del Río Savegre y cerca del Parque Nacional Los Quetzales, es un enclave de amplia y rica biodiversidad, una muestra más de por qué Costa Rica ocupa un lugar de privilegio en el mapa turístico mundial: flora y fauna única en su especie, ecoturismo, desarrollo sostenible, robles cubiertos de musgo, aire fresco, bosque virgen, y muchas otras virtudes que exaltan la belleza escénica de mi país.

¿Cuándo será el día que antes de gastar elevadas sumas de dinero en viajes al exterior, empecemos por redescubrir los rincones paradisíacos que adornan nuestro propio terruño, algunos de los cuales se encuentran a poco más de dos horas de distancia de la capital? Yo no tengo ningún problema si, para lograrlo, debo internarme, como ermitaño, varios días en la montaña, con la cual, dicho sea de paso, he desarrollado a lo largo de los años una conexión especial.

Vista de las montañas de Los Santos, donde se pueden encontrar diversas especies de aves, frutos de altura, cataratas, entre otros atractivos naturales.

El contacto directo con ella me hace sentir renovado. Quizás es mi venia sensible y artística que se siente estimulada en medio de la naturaleza, mi subconsciente transportándome a mis gloriosos años de infancia entre las fincas y pozas de mi amado Pozo Azul, en Guanacaste, o quizás, más bien, sea el recuerdo de un viaje de ensueño que, siendo niño realicé con mis papás al Hotel Chalet El Tirol, en San Rafael de Heredia, a pocos días de que viniera al mundo mi hermano, Julián. Sea cual sea la razón de mi vocación campestre, de lo que estoy convencido es que por siempre será mi lugar seguro y predilecto. En la eterna disyuntiva entre playa y montaña, tengo muy clara mi preferencia hacia la segunda. Aunque el mar y la arena no me disgustan, yo no cambio por nada la neblina y el rocío.

Idilio con la montaña

Hago este preludio para poner en contexto mis sentimientos a la llegada al pueblo de San Gerardo. Aquello fue amor a primera vista. Como el hijo pródigo que corre al reencuentro de su amada madre tierra, recorrí emocionado los aposentos del Unicorn Lodge, una rústica cabaña de madera con grandes ventanales que me esperaba con sus puertas abiertas. ¡Una cálida bienvenida en el frío típico de la región! Aunque, por un momento, la encontré parecida a la que sale en la película de terror Hush (si no la han visto, se las recomiendo; está en Netflix), lo que menos tuve fue miedo. Me sentía tranquilo, sereno, en paz.

Sin ningún temor de que, como en la película, me apareciera un psicópata enmascarado o ser presa fácil de los coyotes que aullaban a lo lejos, me adentré en la montaña en busca de una famosa catarata que, al igual que el quetzal, nunca apareció –resulta que estaba a más de una hora de distancia caminando y ya no nos daba tiempo. A pesar del riesgo de extraviarme, por alguna mágica razón siempre me sentí en territorio familiar (otra señal de que la montaña y yo somos el uno para el otro).

Con cada paso que daba me sentía más animado y afortunado de estar inmerso en semejante vegetación. Desde lo alto de un mirador, pude divisar la densa exuberancia de una montaña teñida de diversas tonalidades de verde, poner a prueba mi condición física mientras subía por empedrados y quebrados caminos hacia la red de senderos que integran la Reserva Natural Savegre, como La Quebrada y Canto de las Aves, y, horas más tarde, descansar, al calor de una chimenea, arrullado por el cauce inquieto de un río de agua fría que simulaba el sonido relajante de la lluvia en madrugada. ¡Todo un deleite para los sentidos y el espíritu!

Un bálsamo, un santuario…

Para un josefino, acostumbrado a las presas, el trajín, los pitazos y madrazos en hora pico, encontrarse, de repente, con un santuario inexpugnable de recogimiento, no deja de representar un bálsamo que cuerpo y alma agradecen, sobre todo recién saliendo del ajetreo navideño.

Las frías aguas del Savegre discurren a lo largo de toda la zona. Está considerado uno de los ríos más limpios de Centroamérica.

Es el sitio ideal, por antonomasia, para desconectarse, meditar y recargar energías positivas de cara a un año nuevo cargado de retos y metas. Si una de ellas es viajar más, le recomiendo empezar por su propio país. Sé que hay muchos lugares hermosos en esta porción de tierra –me falta demasiado por conocer- pero si necesita un destino que lo motive a iniciar, San Gerardo de Dota le ofrece la excusa perfecta para arrancar un 2020 lleno de aventuras y sitios por visitar.

Yo ya empecé el fin de semana pasado y no me arrepiento. Entre broma y broma, les decía a mis papás que me quería quedar viviendo ahí y, ya en serio, les anticipaba mis planes de contar, en un futuro, con una cabaña para ir a vacacionar en verano (algo así como mi Castel Gandolfo, en versión criolla y sin vigilancia de la Guardia Suiza).

Dicen que uno regresa a donde fue feliz. Por lo tanto, no sería raro que, así como siempre vuelvo a visitar El Tirol y Pozo Azul, también haga lo propio con el encantador pueblo de San Gerardo de Dota y con muchos otros rincones que, sin conocerlos, estoy seguro que me harán regresar. ¡Hora de explorar Costa Rica! ¿Me acompañan?