Impredecible que es, el amor se manifiesta en diversas formas y lugares. En la mirada de un ser querido, en el acto solidario de un desconocido, en un amanecer en la playa, o en nuestro trabajo haciendo lo que nos gusta.
Tan variadas son sus acepciones y locaciones que los mismos griegos, sin complicarse mucho, optaron por clasificarlo en cuatro categorías, según el tipo y fuente de amor: Eros, Storgé, Philia y Ágapé.
Miles de años más tarde, el tema no pasa de moda. En la década de los 90, Gary Chapman, en su libro “Los cinco lenguajes del amor”, nos habla de las palabras de afirmación, tiempo de calidad, recibir regalos, actos de servicio y contacto físico, como medios distintos e igualmente válidos de experimentar amor.
Sin ser experto en asuntos del corazón ni pretender contradecir a Chapman –y más bien complementarlo-, creo que existen muchas otras maneras de transmitir nuestros sentimientos hacia algo o alguien. Una de mis favoritas la conocí hace poco y no tiene que ver con palabras, abrazos, regalos, ni ninguna cursilería por el estilo.
Se expresa colándoseme entre las piernas mientras camino, parándose para que la alce, tocando la puerta para entrar al cuarto, pegando brincos para subirse a la cama, haciendo berrinche al verme alistándome para salir y dando enormes saltos de alegría desbordante cuando regreso, sin importar si me fui todo el día o cinco minutos.
No es que me haya estrenado como papá y no les haya contado. Aunque mantengo vigente la ilusión de la paternidad, aún no me ha tocado. A falta de ello, me conformo, de momento, con la faceta de tío, cortesía de mi hermana, quien, renuente a estrenarse como mamá por méritos propios, adoptó otro tipo de hijo, muy común hoy en día, que me tiene tan feliz e ilusionado como su contraparte humana.
Ella parece de peluche; es blanquita como una mota de algodón, de mirada profunda –a veces mala, a veces tierna-, de carácter fuerte y dulce a la vez, celosa, territorial; con un sentado muy particular, estirando la pata trasera y, como cualquier otro de su especie, con una natural tendencia hacia los juegos, travesuras, y chineos.
Se llama Nala y es una french poodle cachorra, con un año recién cumplido. Cuatro kilos de puro amor. A pesar que al principio yo era partidario de ver otros ejemplares antes de decantarnos por ella –lo cual mi hermana aún me reprocha al verme tan enamorado- he de confesar que, cuando la conocimos con dos meses de nacida (cabía en la palma de la mano) y un lasito rosa en la cabeza, sabíamos que era la indicada. Amor a primera vista… y sin arrepentimientos.
Es la responsable de tenerme, un año más tarde, a mí y al apartamento de cabeza, con plantas desojadas a punta de mordiscos, un sillón roto que debimos mandar a tapizar, unos rodapiés rasguñados, medias y calzoncillos con agujeros, los papeles del basurero desperdigados por la sala, entre otros desmanes que ya le estamos corrigiendo, o al menos, lo intentamos.
Digamos que es el precio a pagar de tener a una bebé que nos ha venido a iluminar nuestras existencias, no sin uno que otro colerón de por medio, convirtiéndose en un motivo de felicidad, una razón para regresar temprano a casa, una terapia para nuestros momentos de aflicción, una distracción en medio del estrés del trabajo diario y hasta en una oportunidad para mejorar la comunicación intrafamiliar, con las típicas negociaciones sobre quién la cuida hoy o la saca a hacer sus necesidades.
En pocas palabras, ha sido una perrita que nos ha venido a cambiar la vida. Pequeñita en tamaño –una insignificancia, le diría mi hermana-, pero que nos ha enseñado mucho. Sin palabras –solo ladridos- ni consejos o largos y gastados discursos motivacionales, sino a través del ejemplo y siendo ella en todo momento: dulce, tremenda, cagafuego, tierna, juguetona, caprichosa, escandalosa… una perrita auténtica, con sus virtudes y defectos.
Dejando de lado todas sus “tortas”, nos ha demostrado, con su amor, fidelidad y compañía, cuánto falta le hacía una mascota a este hogar. En definitiva, nadie sabe lo que necesita, hasta que lo tiene. De mi parte, puedo afirmar que me ha hecho mejor persona, obligándome a salir de mi cueva de emprendedor, para disfrutar de una mañana soleada, dar un paseo por el barrio o conocer a maravillosas personas y vecinos, dueños de perros también, que, sin un tema –o animal- en común de por medio, difícilmente me habría animado a hablarles.
La he llegado a conocer bien y ella a mí. Sabe que soy muy receloso de mi espacio, que no tolero que entre a mi baño, que cuando la mamá no está tiene que dormir en su camita, afuera del cuarto, y que, durante el día, paso muy ocupado entre el trabajo, mis videos y mis libros. Pero también entiende que, si se porta bien y me espera, le retribuyo su valiosa compañía, sacándola a caminar o jugando a la bola. Son los términos de nuestra relación, un vínculo que se ha fortalecido últimamente a raíz del mucho tiempo que compartimos juntos.
A punta de lamidos, gemidos, vueltas y movimientos incesantes de cola, se ha ganado el título de la perrita más amigable del condominio, entre otros peluditos y sus dueños. Apenas sale, todos tienen que ver con ella y viceversa. “Ay qué perrita más linda”, “Pero si es toda amigable”, “Aww qué cosita”, son algunos de los piropos que recibe y, ella, amistosa, les corresponde, dejándose apapachar y acariciar. No importa si está frente a un niño, un joven o un adulto mayor. Si se topa a un ejecutivo de traje entero en el elevador o a los guardas de la caseta, les reparte amor en igual medida. ¡Cuánta sabiduría detrás de un acto espontáneo de humildad y amabilidad sincera sin distingos que a los humanos nos sigue costando!
Con razón dicen que entre más conozco a la gente, más quiero a mi perro. Por algo se considera el mejor amigo del hombre. La amistad se basa en la lealtad y eso, elevado a la enésima potencia, es lo que ellos brindan. Son incondicionales. Si estás feliz, triste, molesto, ansioso o emocionado, están ahí para acompañarte en el sentimiento, con sus besos invasivos y sus miradas compasivas. Sin juicios, etiquetas ni rencores por los pleitos o regaños previos… siempre están listos para tirársenos encima a lamernos la cara.
¿Qué haré el día que no esté Nala? ¿O que la mamá se la lleve de la casa? No quiero ni pensarlo. De momento, me alegro de tenerla y ver que me acompaña mientras termino de escribir estas líneas. Me lo agradece, bajo el escritorio, echándose a mis pies y colocando su cabecita sobre ellos, como diciéndome “aquí estoy contigo” y, a la vez, confortándose con mi presencia. Hora de sacarla a caminar. ¡Se lo ganó “mi peyita ninda”!
¡Feliz día Internacional del Perro a Nala, a su primita de Guatemala, Gugui, y a todos los mejores amigos del mundo, dueños del amor más puro, sincero y perruno que pueda existir!