No crean que se me había olvidado sino que no había tenido necesidad de volver, hasta que un día de estos, al verme, con una media caja de leche y una lata de atún, recordé que ya era hora de hacer las primeras compras del 2012 y, de paso, compartir con ustedes la segunda parte de esta saga de historias populares de supermercado que son tan variadas como chistosas entre todos los estratos sociales, sin distingo de edad, sexo, raza o tamaño de despensa.

Así que, tras la respectiva revisión de rutina en la refri y en mi billetera (simples formalismos porque siempre termino llevando más de lo que la necesidad y el presupuesto me permiten) tomé el carro y me dirigí al súper más cercano a hacer las compras de comestibles, verduras, abarrotes y antojos del mes.

Esperando que la mayoría de consumidores estuvieran, no en Guadalupe, gastando en servilletas y bolsas de arroz, sino más bien, en Palmares, tratando de subir la cuesta de enero a punta de “farolazos” con chifrijo, entré al negocio, para empezar el vía crucis comercial por góndolas y estanterías, tratando de ir directo a lo que necesitaba y no darle mucho gusto a los caprichos, «sales» ni ofertas de temporada.

No más entrando, al igual que la vez pasada, noté que algo andaba mal… esta vez no era el anuncio de “sóquele que ya cerramos” por los altoparlantes –esa es lección aprendida- si no más bien una presa de cochecitos en la entrada, estilo Circunvalación en hora pico, con trailer varado incluido, que me hizo pensar en el efecto mirón provocado por algún papá primerizo conteniendo los berrinches de su pequeño hijo o algunas mujeres de buen ver, bandeja de quesos en mano, invitando a la concurrencia masculina a degustarlos –los de la bandeja, por supuesto.

Ni lo uno ni lo otro. El culpable del atraso era la primera fiera informática del 2012 que, con sus baratillos y rebajos en CPUS, UPS, laptops y IPads, hizo entrar a más de uno en un grueso dilema entre los cuadernos del chiquillo y el último grito de la tecnología electrónica.

Avanzando en el recorrido, pude percatarme de que el cuento de la cuesta de enero no es más que eso. Hasta me dieron ganas de regresarme a la casa y tratar de sobrevivir, estilo minero enterrado, con una dieta forzosa de atún y leche, pero, como la voluntad no da para tanto y el estómago menos, no me quedó otra opción que armarme de valor para enfrentarme a una legítima hecatombe consumista de principio de año. ¡Qué queda!

En una pista improvisada de carritos chocones, donde a falta de señales de tránsito, predomina la ley del más vivo, pude avanzar a pasito lento, más no seguro, por aquel atiborrado manicomio comercial, esquivando cochecitos mal parqueados o haciendo tortuguismo, canastas en medio pasillo metiendo zancadillas, gente atravesada, en amena tertulia, preocupada no tanto por agarrar la bolsa de jabón sino por saber como quedó Saprissa, y para terminarla de hacer, chiquitos correlones y algunos llorones,  que agregan a tan claustrofóbico panorama, un sonoro chillido capaz de dejar al más osado de los compradores al borde del colapso  nervioso.

Y como si la tragicomedia de supermercado no pudiera empeorar, llego a las cajas y ¡oh milagro!, están  todas abiertas… pero, como siempre, ninguna vacía, obligándonos a los apesadumbrados clientes a renovar la dosis colectiva de tolerancia a prueba de filas con una revista de chismes de farándula – de esas que, colocadas estratégicamente a un costado de las cajas, nadie compra pero todos “vinean” para hacer la espera menos penosa- y, así, mientras ojeamos las conquistas de Bryan Ganoza (el verso fue mera coincidencia), matamos el rato, aunque eso implique desear hacer lo mismo con más de un vivillo(a), pobre en paciencia franciscana pero rico(a) en  atributos que mostrar, que se las ingenia para salir ganancioso de semejante entrevero apelando a la premisa de que en «el amor y en el supermercado todo se vale. »

Tal es el caso de la atractiva señora que, hija en mano, para hacer la estampa más conmovedora, se coloca de última en la fila de al lado, y, como quien no quiere la cosa, entre sonrisas, miradas y gestos mal disimulados de cansancio, se gana a los señores que le anteceden, quienes, sin mucho hacerse de rogar, la dejaron colarse no sé si por mera cortesía o para verle mejor sus encantos. Semejante acto de caballerosidad no podía ser de gratis. Bien dicen que hay cosas que jalan más que una yunta de bueyes. Yo, por mi parte, aprendida la lección, me iré buscando algunas muchachotas, tipo modelos de la Teja, a ver si acaso, para la próxima compra, tengo mejor suerte en la fila del Súper o si no al menos con ellas. ¡Cuidado pierdo!