Ella quiso que ni siquiera su muerte fuera motivo de molestia. En su inmensa bondad y fiel a su maternal costumbre de importunar lo menos posible, se esperó hasta la entrada en vigor del seguro familiar adquirido previsoramente por mi madre meses atrás para, ahora sí, dar su último respiro.

Quizás esa fue la principal razón por la que, luchadora que es y a contrapelo de los más sombríos pronósticos médicos que anticipaban el doloroso desenlace desde mediados del año pasado, se esperó hasta esa triste mañana de principios de diciembre para despedirse de este mundo.

Fue eso o quizás, simplemente, no quería marcharse hasta no tener garantía de la resolución de algunos asuntos familiares pendientes y que, nosotros, los que le sobrevivimos, le concediéramos el permiso y libertad para irse tranquila y en paz, con la promesa de que todo estaría bien en su ausencia.

Fiel a su costumbre de aleccionar en cada acto o palabra, nos enseñó que dejar ir o soltar es también un acto de amor y parte consustancial de esta vida impermanente en la que estamos inmersos. Ese fue el eslabón final de una larga cadena de valiosas enseñanzas que nos heredó la abuela, la madre, la amiga, la empresaria, la líder comunal, entre muchos otros roles más que desempeñó doña María Luisa Barahona Torres con integridad y entereza.

En sus múltiples facetas siempre se distinguió por ser una mujer de hierro, una todo terreno, de carácter fuerte, pero espíritu noble y desprendido, que desconocía el significado de la frase “no puedo” y cuya mayor satisfacción era el servicio desinteresado hacia los demás.

Con la misma determinación que, siendo una niña a la que apodaban “Tija”, caminaba bajo un sol abrazador en busca de agua de pozo… así fue avanzando por la vida, superando obstáculos y pruebas, primero en su natal Zagala Vieja, y luego, años más tarde, en su amado Pozo Azul de Abangares, pueblo del cual ni la muerte pudo separarla.

Ahí no solo crio con esmero y dedicación, junto a mi abuelo, una familia de siete hijos, sino también, contra todos los pronósticos y machismos de la época, se consolidó como una mujer “empunchada”, valiente, visionaria, amorosa, solidaria y emprendedora por naturaleza.

En su historial sobresalen varios hitos: la primera en manejar carro en el pueblo, la mejor vendedora de ropa por catálogo del negocio de mi tía, y de las pocas personas de la zona que, a sus casi 70 años, completó con honores la primaria, demostrando no solo una asombrosa habilidad para los números, sino también -y he ahí otra de sus enseñanzas de vida- que nunca es tarde para alcanzar los sueños.

¿Qué no hizo mi abuela para ayudar con la manutención del hogar y sacar adelante a sus hijos y a su pueblo? Vendió huevos, leche, queso, frutas, entre otros productos; crío animales de granja (gallinas ponedoras, vacas y cerdos); comercializó ropa importada, hizo rifas… Y todo ello, sin descuidar sus labores domésticas, ni sus obligaciones en la iglesia local, de donde era asidua colaboradora. En definitiva, como la definió acertadamente mi papá, una mujer adelantada a su época.

Cierro los ojos y me parece verla, a las 6 de la mañana de un domingo, dando vueltas en la cocina, preparando los pedidos del día (la leche de Claudio, el queso de Ana…), mientras con una mano atendía el teléfono (“¿Ya me tiene la plata para pasar ahora más tarde?”) y con la otra ponía a cocinar las chorreadas o el pinto a la espera de que llegaran los primeros comensales que, a esa hora, aún dormíamos plácidamente, escuchando a lo lejos los trastes y la dulce voz de la abuela.

En medio de su trajín diario que se extendía hasta entrada la noche, siempre encontraba tiempo para chinear a sus “pollitos” (más de 20 nietos y 10 bisnietos) quienes, en su mayoría, los fines de semana o en tiempo de vacaciones, llegábamos sin falta a visitarla y dejarnos consentir.

Desde días antes se preparaba para tener todo a punto: que los frijoles para el caldito de Julián, que los platanitos para su “peluchita” (mi hermana María Laura), que el queso frito para los de Moma. Todo sazonado con los mejores ingredientes naturales y ese inigualable amor de abuela que hacía que todo lo que saliera de esa cocina de leña nos supiera a gloria.

La comida era de uno de sus lenguajes preferidos del amor. A mí me lo demostró cuando, con meses de nacido, en mi primera visita al pueblo, tenía a mi mamá al borde de la locura de tanto llorar y mi abuela, en una mezcla de intuición y sabiduría, dedujo que el berrinche era de hambre y me recetó un chupón de leche tibia que me mandó a dormir como por cuatro horas y… “santo remedio”.

Hasta la fecha, la leche al pie de la vaca (sin preservantes y con nata incluida) sigue siendo de mis favoritas y mi abuela lo sabía, por lo cual, incluso pocos meses antes de morir, aún me enviaba, junto con los plátanos, los aguacates y el queso de rigor, la respectiva botella plástica de dos litros de Coca Cola, llena de esa sabrosa y espumante bebida. “Para mi nieto ternerito”, decía orgullosa. Cómo olvidar también su famoso pollo con verduras, sus sopas de ayote tierno, sus huevos fritos al comal a dos vueltas y el cremoso atole de chocolate para antes de dormir. Legítimos manjares de dioses.

¡Ay tantas comidas, tantos gratos recuerdos y tan poco espacio para describirlos! Las fiestas de fin de año con pierna de cerdo y lomo relleno, los juegos de pólvora a la media noche del 1 de enero, las idas al río, las mejengas en la plaza, las acampadas en la finca… todos matizados con el ambiente único y afecto inconfundible de los paseos a la casa de la abuela María Luisa.

Cada uno de los primos tendrá sus momentos favoritos (los regaños de la abuela por estar desvelados jugando hasta altas horas de la noche o amanecer todos como sardinas, tirados en el piso del cuarto), pero yo particularmente atesoro con especial afecto, cuando, en años más recientes, me le acostaba en “el rincón de la abuela” (su cama) a ver tele, mientras compartíamos alguna golosina que le “robaba” del frasco gigante de las provisiones; cuando ya me retiraba de su habitación me gustaba atisbarla con frecuencia desde afuera de la ventana y preguntarle si estaba bien o se le ofrecía algo.

¿Tiene hambre, abuela? “No, no tene”, me respondía en tono chineado y a lo mejor deseando comer, la pobre. “Vaya coma usted que ya es tarde”, me decía. Y al rato, la escuchaba llamando a la empleada de turno para que me sirviera “el bocadito.” “Fíjese a ver si hay aguacate maduro y le da uno porque a él le gusta”, la instruía, reflejando ese arraigado don de mando que la distinguía y que, en más de una ocasión, me valió una regañada por no recordar los diez favores que me pidió en cuestión de un minuto. “¡Ay mi amor, ese no es!”, me reprendió por despistado cuando en lugar del balde rojo del alimento de las gallinas le llevé la palangana del queso.

Pero ella, como buena abuela, nos quería a todos por igual, con nuestras virtudes y defectos. ¡Cuánto orgullo le producían nuestros logros y cuánta angustia nuestras preocupaciones! Lo primero lo propalaba feliz y contenta entre propios y extraños y lo segundo lo meditaba en silencio a la luz de una vela y elevando una plegaria a Dios por medio de la Virgen del Carmen, a la espera de una pronta y certera resolución (ella tenía comunicación directa y sin escalas con el de arriba).

Más de una vez la sorprendíamos desvelada pensando en la aflicción o necesidad de algún hijo, nieto o conocido, sin importar si fuera un asunto mayúsculo o simple nimiedad. ¿Será que Danielita se acostó sin comer? ¿Dónde estará esa camisa que Jose no encuentra?… Y así se pasaba la noche rumiando y resolviendo penas ajenas. El bienestar de sus seres queridos siempre se impuso al suyo propio.

¡Oh mi abuela, dentro de un saco!”, como decía en tono jocoso, aludiendo a una de sus frases favoritas, junto con otras más serias y profundas (“Yo me arreglo y me maquillo para mí” o como cuando le dijo a mi abuelo que él mandaba en la relación hasta que ella se lo permitiera), que evidenciaban el talante de una mujer plantada, inteligente, de carácter fuerte, pero con un corazón henchido de nobleza, amor, solidaridad y sentido del humor.

Así fue mi querida abuelita, doña María Luisa Barahona Torres. Físicamente ya no está con nosotros, pero está más viva que nunca en la mente y corazón de sus seres queridos, quienes ahora estamos llamados a honrar su valioso legado.

Ella para nosotros no ha muerto. Por mi parte, la sigo viendo en mis dulces sueños, en el sol que calienta estas tardes de verano (a mi abuela paterna la siento en el viento); en la mirada y consejos de mi mamá, quien veló estoicamente por ella hasta su último día; en el carácter de mi hermana; en la comida que me mandó mi prima Andrea en la fiesta de primos de diciembre y hasta en la luz de la vela que me acompaña mientras escribo estas líneas, acatando la voluntad manifestada en su recuerdo de novenario.

“Enciende esta velita y eleva una plegaria. Desde el cielo, el recuerdo y las oraciones de tu abuelita te seguirán acompañando”, reza la frase que aparece junto a una abuela bella, coqueta y sonriente. Que así sea y te agradezco por darme la fortaleza para finalizar estas líneas y por enjugarme las lágrimas que derramé mientras las escribía.

Vuelta alto y descanza en paz, abuela. Desde ese mejor lugar en el que ahora te encuentras (tu rincón celestial), extiende tus alas de ángel dorado para cuidarnos hasta el día que nos volvamos a encontrar. Gracias por tanto. ¡Te amamos!