Hay gente que desde que inició la pandemia no ha parado la fiesta. Y no me refiero a los que violentaron la cuarentena, irrespetaron la restricción o hicieran “fiesta” con los recursos públicos en media emergencia.
Hablo de aquellos que, creyéndose inmunes al virus, siguieron de callejeros como si la covid-19 fuera un experimento alienígena para dominar a la especie humana –cosas similares o peores he escuchado, créanme.
Uno de esos especímenes, a los que seguramente la kryptonita ni cosquillas les hace, anunciaba recientemente en Twitter, como la gran gracia, que, en dos años, no ha variado un ápice su estilo de vida.
Se jactaba de asistir frecuentemente a fiestas clandestinas, violentar el distanciamiento físico, no portar mascarilla, mucho menos, haberse ido a vacunar… y que, aun así, pese a haber andado siempre a cartón lleno, nunca agarró ni un leve catarro.
Bien por él y felicidades. Démosle un fuerte aplauso y un trofeo a este súper hombre de potentes y admirables anticuerpos (lástima que no pueda decir lo mismo de sus neuronas).
En fin, no me detendré a elucubrar sobre los orígenes de tan particular y temeraria conducta (eso se los dejo a los psicólogos o criminalistas). Ya mucho se ha hablado al respecto y me niego a seguir haciéndole publicidad gratis a estos negacionistas confesos.
Únicamente lo utilizo como preámbulo al tema principal de estas líneas: irse de fiesta. Lo que el innombrable de Twitter hizo, criminalmente y por la libre, durante dos años, yo lo pude hacer hasta el pasado viernes.
Eso sí, en circunstancias diametralmente distintas; en un entorno de desescalada, de flexibilización de medidas y de una necesidad urgente de reactivación económica. En pocas palabras, cuando ya no era prohibido, arriesgado o insensato salir.
Ese momento llegó para mí 730 días después, justo cuando se cumplían dos años exactos desde el arribo del SARS-CoV-2 al país. No sin antes pensarlo seriamente, me decidí a atender la invitación de un grupo de amigos a reunirnos en un reconocido bar josefino.
Me dije: vámonos, a la mano de Dios y de mis tres vacunas de Pfizer… De camino, me llamó la atención el montón de gente en la calle, bares y restaurantes a reventar, largas filas de personas en las afueras, esperando a ingresar y personas aglomeradas sin guardar las distancias ni portando mascarillas. Diay sí, parece que la pandemia ya se acabó. “A mucha gente nunca le ha importado”, me dice un amigo. Recuerdo al fulano de Twitter y asiento.
Llegamos al bar y, de entrada, me sentí extraño y hasta con cargo de conciencia. Definitivamente, era el síndrome post pandemia en su máxima expresión. En la puerta de ingreso no me tomaron la temperatura, no me solicitaron carné de vacunación ni tampoco me bañaron en alcohol en gel (a lo que entiendo sí deberían hacerlo).
Primera vez en varios meses que llegaba a un sitio lleno a su máxima capacidad –cuidado y no tenía más del 100% de aforo- La última vez fue en el INA, en las campañas de vacunación y estaba más que justificado. Pero que ahora fuera en un bar de moda, al calor de la música y el baile, me hizo sentir un tanto desubicado.
Con ese leve presentimiento de que estás haciendo algo malo y que, en cualquier momento, cae la policía a llevarnos a todos en perrera, mientras, afuera, los colegas periodistas nos acosan a punta de preguntas inoportunas y flashazos. Otra vez, el síndrome post pandemia o la falta de roce social pasándome la factura.
Me pedí una cerveza para calmar la mente ansiosa y me uní al grupo de amigos. Volví a ver alrededor, y aparte de que no cabía un alma, no se veía una sola mascarilla, salvo las de los meseros y bar tenders –y a ratos, ni ellos tampoco. No quise ser el sapo de la fiesta, pero la verdad sí me preocupó un poco.
Volviendo al festejo, tomé y comí con moderación, tratando de disfrutar sana y responsablemente. Creo que tanto a mí, como a mis colegas fiesteros en el bar y en muchos otros negocios de San José nos hacía falta. Era el primer fin de semana sin restricción vehicular sanitaria y con mayores libertades, de cara al levantamiento total de medidas, el próximo 1 de abril.
Regresé a mi casa, en horas de la madrugada, cansado, pero feliz y agradecido de haber podido volver a salir después de tanto tiempo de encierro y que lo haya podido hacer sin que hasta el momento haya desarrollado síntomas de covid.
Una reconfortante señal de que la vacuna y los cuidados que hemos tenido en los últimos meses están dando resultados. Como reza la canción “A mi manera”, el final se acerca ya, lo esperaremos serenamente… y confiados de que lo peor ya pasó.