Ahora sí es cierto que Nicaragua se pasó de la raya. Y lo digo en ambas vías, literal y metafóricamente. Porque no solo traspasaron la línea fronteriza al apropiarse por la fuerza militar de un sector de propiedad nacional –Isla Calero-, sino que también transgredieron los límites de la prudencia, el respeto y la decencia que debe prevalecer entre dos pueblos hermanos a la hora de dilucidar sus diferencias.

Eso de meterse a “la brava” en terreno prohibido podía ser algo común en tiempos de la revolución sandinista, pero que a estas alturas del siglo XXI, con la existencia de sólidos mecanismos institucionales que apelan al diálogo y la negociación, por encima de la simplona matonería, solo se puede interpretar como un capítulo más de la saga de payasadas que, cada cierto tiempo, cuando ve menguada su popularidad, gusta recetarnos el comandante Ortega con claros propósitos electorales.

Para él, es muy buen negocio. Incapaz de resolver los eternos males sociales de sus coterráneos, recurre a la salida simplista de ponernos a pelear alrededor del gastado tema del San Juan. Lanza una cortina de humo para desviar la atención interna y cerrar filas en torno a un devaluado sentimiento  nacionalista que, colocando a Nicararagua en el papel de víctima amenazada por las “tropas ticas” –¡jaja!-, pueda allanarle el camino hacia la reelección.

Ni siquiera el sentimiento de gratitud que debería guardarnos le impide tendernos la trampa. Recibimos a su gente, les damos trabajo, los atendemos en el Seguro, les brindamos servicios básicos… y ¿cómo nos paga? Con pleitos sobre la paternidad del río, con cierre de fronteras a nuestros productos –como ocurrió recientemente- , con serios daños ambientales, y ahora vulnerando derechos territoriales. Y tras de eso amenaza con una denuncia ante la Corte de la Haya, donde el tema del río ya lo deben tener clasificar dentro de los archivos de consulta frecuente. ¡Vaya hombre más malagradecido!

Pero la verdad es que no hay que extrañarse. De Ortega cualquier cosa se puede esperar, menos sensatez y decencia. No es la primera que vez que saca a colación el tema del río con afanes propagandísticos, más ahora que, al mejor estilo de su ídolo y mentor, Hugo Chávez, desea perpetuarse en el poder, con el cómplice silencio y omisión de su séquito de títeres, entre ellos, su ahora amigo el comandante “nada”, quien como encargado de las obras de dragado del río, debe ser muy buen guerrillero.

Dándole la espalada a los acuerdos, tratados, laudos y resoluciones, que se vienen discutiendo desde hace dos siglos, sin que podamos dar por cerrado el tema, el bufón de Managua pone a prueba nuestro sentido de tolerancia y autocontrol frente a la instigación descarada, fiel reflejo de su ineptitud como gobernante. Sin embargo, ante la inevitable indignación que nos embarga a todos se debe imponer la cordura y la serenidad, bastiones irrenunciables de nuestra sistema democrático, hoy puesto a prueba por absurdas provocaciones limítrofes de una mente paranoica.

El pueblo nicaragüense, al igual que nosotros, es una víctima más de los arrebatos demenciales de su presidente y no deben pagar los platos rotos de tanta sinrazón. Más bien, ojalá que esta situación les provoque un necesario despertar y reflexionen sobre la urgente necesidad de iniciar a través del clamor popular una revolución de la clase gobernante que mande al destierro al pernicioso binomio político Alemán-Ortega.

Tal vez así podamos hacer algún día las paces dentro de este matrimonio indisoluble que, para bien o para mal, debemos acostumbrarnos a sobrellevar con todo y nuestros conflictos de larga data. Aquí no cabe el divorcio ni la mudanza en el mapa. Si bien los problemas entre vecinos son muy comunes – en el barrio todos los hemos sufrido en algún momento- debemos recordar que, cuando no se impone el diálogo y la negociación, muchas veces terminan resolviéndose por otras vías menos pacíficas. Por el bien de ambos pueblos, esperamos que, con la ayuda de la OEA, la ONU y  los países amigos, logremos una excepción a esa regla.