No hay posición más ingrata en el fútbol que la de portero. Lo digo por experiencia propia, aunque no desde una perspectiva profesional sino de mejenguero, aunque al final de cuentas viene siendo lo mismo, sin importar que de por medio esté un trofeo de campeón o el simple orgullo propio del equipo vencedor. Al final, los reclamos por un error garrafal en el peor momento siempre se dan, sea en el Santiago Bernabeu, con el perdón de Casillas, o en la plaza del barrio, con el perdón del hijo de vecino.

Bien dicen que para plantarse bajo los tres palos a recibir bolazos, raspones y “madreadas” de gratis (que lo vengan a ver, que lo vengan a ver…) hay que tener una dosis justa de locura que no todos traen incorporada de fábrica. Puede que se gane de camino, a base de entrenamientos y preparación, pero no va ser igual que al que nace con los guantes puestos, dispuesto a ser masoquista… eh perdón, portero.

Yo, por mi parte, probé todas las posiciones en la cancha, incluyendo la de juntabolas, hasta que un pelotazo bien dado en la cara que me mandó a la enfermería en mis años escolares se encargó de dilucidar mi verdadera vocación mejenguera: ser guardameta. Lo que inició como una simple inquietud –¿será que sirvo?- se convirtió en una pasión que sobre la marcha en el césped –natural y artificial- fui puliendo, primero en la Escuela de Fútbol del Saprissa y más adelante en la Selección del Colegio, donde incluso participé de un torneo intercolegial centroamericano. ¡Ah tiempos aquellos!

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces, casi proporcional a la cantidad de golpes y goles que me han encajado, pero aún hoy en las mejengas que religiosamente los amigos del trabajo organizamos todas las semanas sigo enfundándome en el traje de cancerbero –ah carajo- para honrar mis años de entrenamiento y de sabios consejos de entrenadores y familiares sobre el duro arte de parar goles a cambio de nada más que el orgullo personal de haberse “jalado” un buen partido, o al menos haber disminuido la cantidad de bomberazos.

Pocos saben el significado ser portero. Solo los que hayan pasado por una muñeca abierta, una ceja cortada, o un pelotazo bien centrado en la entrepierna, saben lo que hay detrás de ser un arquero, profesional o aficionado, con guantes o a mano pelada. Así como es una posición que depara muchas satisfacciones y alegrías, también es muy sacrificada e injusta. Basta una jugada, tal vez en tiempo de reposición, para pasar en un santiamén de héroe a villano y borrar con el codo el partido de ensueño hecho con la mano, las piernas y hasta la cara.

Esa es la ley de los porteros. No importa lo bien que juegues y cuántas veces salvaste el equipo, si al final cometes un error fatal te van a juzgar por ese último desliz y no por tus magistrales intervenciones. Muchos han sido testigos de lo anterior. Les ha pasado hasta los mejores porteros de la historia e incluso en la cúspide de sus carreras. Por más buenos que sean, su condición de humanos los hace infalibles, con el agravante de que normalmente, gracias a la ley de Murphy, el yerro sucede en los peores momentos. Un delantero puede desperdiciar mil oportunidades de gol que no lo atacarán tan duro como a un portero que aunque haya tenido igual cantidad de excelentes atajadas, al final se “paseó” en una victoria casi segura de su equipo. En resumen, nos es prohibido equivocarnos.

Que lo diga Robert  Green, aquel portero inglés de ingrata memoria en el Mundial de Sudáfrica, y en nuestro país, Erick Lonnis con aquel golazo de cancha a cancha que le anotó Berny Peña. Y, así como ellos, podemos agregar a muchos más, dentro y fuera de nuestras fronteras, que han tenido sus inolvidables ratos “trágame cancha”. Para que ninguno se me crea perfecto por no aparecer en la selecta lista, mejor no cito nombres, pero me interesa enfatizar en una de las más recientes víctimas,  el portero de Cartago, Wardy Alfaro, cuyos sendos “horrores” le costaron la victoria a su equipo en el pasado duelo ante la Liga.

Y mejor no hablo de los errores habituales de los arqueros aficionados porque ahí probablemente voy de primero y a mucha honra, porque de no haber sido por los partidos para el olvido no habría tenido después otros para el recuerdo. Y es que precisamente en ello radica el eje central de todo esto. Se vale fallar, lo que no se nos permite a los porteros, ni a nadie en el fútbol, ni en la vida, es no aprender de los errores. En las buenas y en las malas, hay que ser un ganador.

Wardy lo sabe y por eso le aplaudo a él y muchos otros que han procedido de conformidad con lo que la ética deportiva dicta para esos casos, en los que lejos de escudarse en pretextos, salieron a dar la cara y a admitir de frente y sin rodeos que se equivocaron. Eso es lo que hace grande a los deportistas: la humildad y la habilidad para levantarse después de una caída. Nery lo vivió –literalmente- y vean donde está ahora: campeón mundial. En el fútbol, como en la vida, los porteros –y los que no lo son- debemos emular al gato: reaccionar con reflejos felinos y saber caer de pie… siempre.