Apuntó al cielo y alcanzó las estrellas, literalmente. No se anduvo por las ramas, sino que prefirió ir más lejos, y se anduvo por galaxias, constelaciones y planetas durante sus siete viajes espaciales, todo un récord logrado allá arriba, a decenas de kilómetros de distancia, que nos llena de orgullo, acá abajo, en un pequeño terruño de 51.000 kilómetros cuadrados, incomparable con el tamaño de ese extracto de Universo que logró recorrer en las distintas misiones que realizó como parte de su exitosa trayectoria fuera de órbita.

Por más alto que escaló, a velocidades trepidantes de 28.000 kilómetros por hora (25 veces la velocidad del sonido), a bordo de los transbordadores Discovery, Endeavour y Atlantis, nunca perdió de vista sus orígenes ni se le olvidó de dónde venía. Hasta un paquete de tortillas se llevó en su primera misión que, entre sofisticadas máquinas, cartógrafos atmosféricos y experimentos astrofísicos, apuesto que le daba un toque humano y un sentido de pertenencia muy tico a tan compleja expedición espacial.

A pesar de la tentación que –me imagino- en ocasiones sentía de quedarse allá, gravitando entre cuerpos celestes, y alejarse así de los problemas terrenales de toda estirpe que afectan el desarrollo de Costa Rica, él, como un acto de amor patrio, regresó a poner al servicio de su país todos los conocimientos adquiridos a través de la creación del laboratorio Ad Astra, donde se ha convertido en líder inspirador de las nuevas generaciones de físicos e ingenieros que, así como el resto de costarricenses, desean emularlo, tal vez no en el espacio, pero sí en la Tierra, donde deja huella imborrable en cada paso que da, en cada palabra que pronuncia y en cada gesto de sencillez que brinda a un pueblo agradecido.

El reúne como pocos la clave del éxito. Luchó por alcanzar las estrellas pero siempre con los pies enclavados en la Tierra. Trabajo arduo, dedicación, compromiso, valentía y una firme convicción de que los sueños existen para hacerlos realidad. Todo lo anterior, aderezado con la humildad que siempre lo ha distinguido, hace del físico y astronauta costarricense Franklin Chang Díaz, un grande, un ejemplo a seguir en todo el mundo.

“Recuerdo a mis héroes, que me ayudaron a llegar a donde estoy. Nadie llega a nadie sin ayuda de alguien más”, dijo con sabiduría, el sábado pasado, durante su discurso de agradecimiento por el ingreso al Salón de la Fama de los Astronautas, del Centro Espacial Kennedy, en Florida, Estados Unidos. Una pequeña barra de ticos presentes en la ceremonia resumían con su “¡Bravo Franklin!” y “Viva Costa Rica”, la satisfacción de una nación que, henchida de orgullo, era testigo a la distancia de cómo uno de sus hijos prodigios ingresaba al selecto grupo de luminarias históricas de la carrera aeroespacial internacional.

Si él se sentía emocionado y feliz por semejante tributo a su carrera, imagínese como estábamos muchos de nosotros al saber que el que está ahí en el museo de la NASA, ante los ojos de miles de personas, al lado de otros grandes, sus héroes de infancia, es nada más y menos que un costarricense.

Un costarricense que ostenta el récord de más viajes especiales, que fue el primer latinoamericano en viajar con la NASA al espacio exterior y, como si fuera poco, un pionero en el desarrollo de la tecnología de plasma. Con semejante palmarés a cuestas, Franklin, fiel a su estilo, se niega a darse por satisfecho. Lejos de pensar que ya logró todo en la vida, él ve este reconocimiento como un paso más en su laureada trayectoria, forjada a punta de pasión y corazón.

“Los sueños que uno tiene son reales (…) Yo seguí mi sueño y lo sigo aún, no se queda aquí. Eso es lo que deben hacer todos los costarricenses”. ¿Y su sueño, cuál es?