Una de dos: o los mayas tenían razón y nos encontramos quemando los últimos cartuchos antes de la caída inexorable del telón en esta obra terrenal o definitivamente ya la Navidad se nos terminó de ir de las manos o, más bien, la estamos agarrando a “manazo” limpio.
Que se haya perdido el sentido de una época de reflexión, conversión y regocijo espiritual no es ninguna sorpresa en estos tiempos de materialismo express pero de eso a que demos un salto negativamente cualitativo hacia la violencia comercial de pasillo con tal de saciar el ímpetu consumista hay un abismo de diferencia que debe encender las luces rojas y no precisamente las del arbolito.
Indefectiblemente se trata del rumbo que, como sociedad, queramos elegir de cara a la construcción de un ambiente de convivencia pacífica permanente que debe permearnos a lo largo de todo el año y no sólo durante los últimos 31 días. ¿Y los demás 364? Los valores navideños se reivindican en diciembre pero se aplican a diario en nuestra vida cotidiana, haya o no tamales y avenidazos de por medio.
Lo que pasa es que ahora, contagiados del barrullo comercial enajenador, ya ni siquiera en este mes de amor y prosperidad cumplimos con dicho precepto. Más bien, hacemos lo opuesto, en una clara muestra de la contradicción y doble moral que caracteriza al costarricense, bueno para llenarse la boca de sentimientos nobles que no encuentran eco en la práctica.
Había visto de todo: presas en las calles y en los centros comerciales, compras de última hora, estrés por la alta cantidad de gastos, inversamente proporcional al dinero disponible en la billetera, caras de “psiquiátrico” las vísperas del 24, entre otras, pintorescas y tradicionales escenas. Pero, justo cuando pensé que no había nada peor, dos hechos recientes, tan insólitos como risibles –no sé si de lástima o tristeza, se encargaron de recordarme que jamás hay que dar por perdida la capacidad de asombro.
Uno, en una reconocida cadena de supermercados y otro en un almacén en la frontera con Panamá. Físicamente, los separa kilómetros de distancia pero en la representación de los antivalores navideños han funcionado como dos aliados cercanos. Puede que al final no tengan la culpa sino que sean una víctima más de la ola desensibilizadora que nos acarrean los aires decembrinos, pero igual valga el ejemplo para llamar la atención sobre un fenómeno sumamente preocupante en un país que se jacta de su estirpe pacifista.
El ver –literalmente- a una manada de voraces consumidores, como animales salvajes, dándose a golpes y empujonazos, con tal de adquirir una pantalla plana rebajada por error en casi un 90% es un acto repudiable y patético. ¿Dónde se ha visto? En nuestro continuo afán de emulación, ya hasta estamos importando las malas costumbres típicas de otros países donde el llegar de primero, en un pique contrarreloj, a la tienda que ofrece los más descabellados descuentos de viernes negro debería ser un deporte nacional (aunque al día siguiente amanezcamos de sábado rojo)
Y para rematar el periódico me sorprendió con la historia de un pleito que se armó en una tienda entre un guarda y un cliente, simplemente porque el hijo de éste último cometió el “grave” delito de tomar y observar –mas no comprar- un juguete en exhibición.
Hoy ya no sabemos si, en esta cultura de capitalismo fundamentalista, vivimos para comer o si vivimos para comprar y, si nos sobra algo, comer. Porque apuesto que hay muchos, como lo vimos los días previos al “Black Friday” que prefieren aguantar hambre y hasta frío, durmiendo a la intemperie, en las afueras de la tienda de moda, para ingresar de primero al día siguiente y llevarse ese ansiado artículo en promoción. ¿Haría lo mismo para hacer una cena familiar, ayudar a chiquitos pobres o brindarle abrigo y alimento a un indigente?
Y no es que yo ande por estos días de misionero evangelizador repartiendo regalos y platos de comida. Ni soy el Padre Sergio Valverde, ni el Grinch ni un comunista frustrado, tampoco el codo amargado que despotrica contra el consumismo desenfrenado como pretexto para no regalar nada. Me gustan los obsequios, darlos y recibirlos, es parte importante de la época, pero jamás será un factor determinante en mi escala para medir si pasé o no una Feliz Navidad.
Está bien celebrar, pegarse la fiesta, irse a la playita, descansar… en fin, darse unos buenos gustitos que ya muchos están disfrutando y que yo, aún en modo trabajador, les envidio. Pero hacer de los placeres mundanos la razón de ser de la Navidad y, si para saciarlos, somos capaces de hasta agredir, es síntoma de que algo huele a podrido en nuestra sociedad. ¿Y el amor, la prosperidad, la felicidad, la tolerancia, la generosidad y todo lo que constituye el auténtico y verdadero sentido de esta época? Espero que los mayas nos den tiempo de rectificar el rumbo. Hay quienes nos merecemos mejores Navidades.