El único Mc Donald que conozco es el restaurante y es rojiamarillo. El otro, aunque también se jala buenas tortas, no tiene nada que ver con el primero. Es de color rojinegro –o era, más bien-, tiene el pelo largo y se dedica a jugar fútbol, o al menos eso intenta cuando el temperamento se lo permite. No es ningún carajillo ni anda vestido de payaso como su colega, además de que ya está suficientemente grande para que tengan que salir a defenderlo y menos tratándose de un morado que ni vela tiene en el entierro y que por estar metiéndose en lo que no le importa corre el riesgo de salir trasquilado por mis más envenenados amigos saprissistas.
Pero cuando un simple error o una cadena de éstos pasan del plano netamente futbolístico al personal, cuando vemos que ya no es un simple campeonato lo que está en juego sino algo mucho más valioso como la dignidad humana, alguien debe alzar la voz, sin distingo de colores. Por el bien del ser humano, del fútbol y de la sociedad en general.
En primer lugar, antes de ser objeto de memes y comentarios burlistas, mi descargo: no avalo, ni apruebo, ni defiendo lo que hizo el ariete manudo Jonathan McDonald, dentro de la cancha, cuando salió expulsado por el codazo propinado al rival David Guzmán, ni lo que hizo dos días después, apareciendo en un programa humorístico, en contraposición de las directrices de sus superiores y para peores, haciendo mofa de su artera falta en la final, como lo evidencia una foto que circuló como pólvora en redes sociales.
Autorizado por él o no el posteo de la fotografía –esos son otros cien pesos- , lo cierto es que, en esos momentos, debió exhibir lo que no tuvo en los momentos críticos de su equipo, tanto en Concacaf, como en el torneo nacional: cabeza fría. Justo cuando las circunstancias, demandaban de él prudencia, calma, un bajo perfil, mientras los caldeados ánimos volvían a su cauce normal, decide –como la gran gracia- salir en televisión, hiriendo susceptibilidades de tirios y troyanos. Simplemente inadmisible. Por más fuera en plan vacilón, como una forma de liberar estrés (como alegó posteriormente), no se requerían dos dedos de frentes para saber que en ese momento la magdalena no estaba para tafetanes. Inmadurez, rebeldía, necesidad de desahogo…? Vaya usted a saber las razones que lo motivaron, pero de que estuvo mal, estuvo mal y en eso todos estamos de acuerdo. En buena hora que esté pegando las consecuencias de sus actos.
Hasta ahí todo bien. Lo que no comparto y no se vale es que continuemos espolvoreando sal a la herida. Sí, se equivocó, pidió disculpas y esperamos que por su bien esté dispuesto a rectificar y enmendar sus faltas. O sea… ¿qué más queremos? ¿Que se inmole, que se pegue un tiro, que caiga en desgracia? No seamos tan sangre de chancho. ¿O es que acaso, en este país, ya nadie se equivoca y todos vagamos por ahí con un aura de perfección divina intachable? Una cosa es enojarse, criticar, señalar el error y otra muy distinta aprovecharse de éste para destruir, pisotear y humillar. Jonathan Mac Donald no es ni será el último que atraviese esta complicada situación. Nuestra condición de humanos imperfectos no hace proclives a pasar de héreos a villanos en un santiamén… en menos de lo que un árbitro saca una tarjeta. Así es el fútbol, así es la vida.
Hasta los mismos morados, por citar un ejemplo, dimos a probar las hieles del desamor a nuestro técnico, Rónald González, cuando, alentados por el mal arranque del equipo, la gradería le gritaba en coro que se fuera, lanzando banderas y camisetas, en señal de descontento. Y hoy es una pura miel con la afición al consagrarse como uno de los grandes artífices de la copa número 30 en las vitrinas moradas. ¿Entonces? Del amor al odio, solo hay un paso, un error o una mala decisión en el momento menos indicado.
Nadie está exento y todos merecemos segundas, terceras y hasta cuartas oportunidades. Lo importante no es cuántas veces caemos si no en cuántas nos levantamos. Así lo demostró, en su momento, el técnico morado, como lo han tenido que hacer tantos otros, en el fútbol, en el trabajo, en la familia. ¡Que levante la mano el perfecto que no se sienta aludido! ¡Que lance la primera piedra! Aquí hay ciertos iluminados que gustan de hablar por hablar, que como ruines aves de carroña, alimentan su alicaído ego de las penas y desdichas ajenas. Como en el coliseo romano, disfrutan de la sangre corriendo en la arena. Son felices viendo desde la barrera a sus semejantes siendo revolcados por sus propias desventuras.
Apuesto que muchos de los que hoy critican han hecho cosas iguales o peores que las de McDonald y ahí siguen muy campantes, como si la moral fuera exclusiva para los otros. La única diferencia entre el jugador liguista y los demás mortales es que a éstos últimos no los cobija el maldito manto de la fama que los hace vulnerables a estar en el foco público ante el más mínimo desliz. Lo sufre McDonald, lo sufre Alonso Solís con sus problemas maritales, lo sufren un montón mas.
Mejengueros: ¿nunca le han pegado un codazo a un rival o botado un penal? Esposos: ¿nunca han cometido una infidelidad? No, Dios guarde, eso jamás ¡Por favor! Ahora cuéntenme uno de superhéroes. ¡Hipócritas!