Tener a la abuelita viva es un privilegio; a las dos, una bendición; a las tres, un regalo invaluable de la vida que disfruté durante casi 30 años. Soy de los pocos que puedo jactarme de  tener  tantas abuelas. Hoy despido a una que se me adelantó, no es ni la paterna, ni la materna -ambas afortunadamente aún a mi lado- si no la afectiva, a la que me vinculaba no el apellido, si no un lazo irrompible de afecto mutuo y gratos sentimientos.

A la que no me unía la sangre pero sí el corazón. La que sin interés alguno, más que demostrar su genuina capacidad de brindar amor infinito, me adoptó, a mis hermanos y a mí, como tres más de sus nietos predilectos y consentidos. No era nuestra abuela oficial, pero la queríamos como tal, no éramos sus nietos directos pero nos trataba mejor que si lo fuéramos. Sencillamente, así era ella, la querida abuela Margarita, Mara o Mita, como le decíamos de cariño en el pueblo.

Su cálido abrazo no conocía de barreras geográficas ni sanguíneas. Desde San José hasta Guatemala, frente sus ojos bondadosos, éramos una sola familia, unida por los votos de solidaridad y lealtad que, año a año, revalidábamos, al fragor de los tamales, el lomo relleno, el karaoke y demás atractivos de las tradicionales fiestas de diciembre que celebrábamos en la tierra que vio germinar a su más bella margarita: Pozo Azul de Abangares.

Su  amor y gestos de cariño, propios de un corazón noble y puro, que se deshojaban tiernamente como los pétalos de su nombre, como néctar de bondad, alcanzaron a todos. Familiares, amigos y conocidos, todos fuimos testigos de su temple, su carácter, su fortaleza, su lucha diaria para sacar adelante a sus hijos, de la mano del gran Chabelo, su escudero de mil batallas.

Como luchadora innata que fue, teníamos la esperanza de que esta vez no fuera la excepción y que lograra decirle sí a la vida, como lo hizo en otras ocasiones cuando la columna o la presión alta quisieron doblegar su espíritu de gladiadora. No fue posible.  El de arriba quiso llamarla de este mundo a su presencia, donde debe estar engalanando los coloridos jardines de San Pedro.  Luchó, luchó… y luchó, más nuestro Señor, en su infinita y, en ocasiones, dolorosa sabiduría, tenía unos planes distintos que, sumidos en el dolor de una pérdida irreparable, no entendemos, pero que debemos aceptar con resignación y fortaleza, seguros de que para ella el sufrimiento se acabó y hoy descansa en el seno acogedor de nuestro Padre.

Hablé con ella por teléfono a finales de diciembre. Se le escuchaba cansada, nostálgica, deseosa de volver a casa, un poco aletargada por el tratamiento que recibía para combatir la enfermedad renal que la aquejaba, pero en esencia, seguía siendo la misma, el sentimiento permanecía incólume hacia todos sus seres queridos que le enviábamos prontos deseos de recuperación a través de nuestras oraciones en cadena.

Lo que le preocupaba no era tanto su quebrando de salud, sino el haberse tenido que internar, sin dejar tamales o tortillas para sus nietos. Lo que le preocupaba no era salir pronto del hospital –eso se lo dejaba a Dios- sino que la luz de sus ojos, su dulce encanto, su nieta menor, la pequeña Sofía, fuera golpeada por un caballo en el tope de las fiestas del pueblo. Sencillamente, así era ella, desprendida, entregada tiempo completo al bienestar de los suyos.

Físicamente estaba en el hospital, librando llena de fe la que sería su última de sus batallas, pero en mente y espíritu, la sentíamos al lado nuestro, como en sus mejores tiempos, deleitándonos, desde el corredor de su casa, una soleada tarde de domingo, con sus innumerables historias que repasaba con su característica facilidad de palabra, con su verbo fácil y rápido, asiduo de conversaciones amenas que, en su ausencia, saltan a la memoria como película imborrable.

Sé que quería estar ahí entre nosotros, honrándonos con su grata compañía, escondiendo sus dolencias, tras su figura menuda y una sonrisa sincera capaz de sortear cualquier mal, con tal de acompañarnos en la fiesta del 31 de diciembre, disfrutar del juego de pólvora que tanto le gustaba y recibir el más efectivo de los tratamientos médicos en los besos y abrazos de sus nietos adorados. Más no se pudo, Dios necesitaba una inquilina de lujo en sus filas de ángeles hermosos.

Dicen que en el lenguaje de las flores, la margarita representa rectitud, confianza y sencillez. Ella era más que eso, era la única margarita que al deshojarla no cabía la disyuntiva entre el común “te quiero” y “no te quiero”, para ella aplicaba siempre el te quiero mucho, expresado en sus palabras, en sus actos, en sus “bocaditos” preparados con amor maternal,  en los ricos helados de palito que aplacaban el sofocante calor guanacasteco.

Sin duda, los favoritos de mis primas y hermana, aquellas pequeñas correlonas y traviesas, sus principales clientes, hoy convertidas en señoritas universitarias, pero que para ella seguían siendo sus chiquitas, a las que abrazaba y mimaba como en sus años de infancia: amor a prueba de tiempo, que perdura, que sobrevive a la muerte y se graba con tinta indeleble en lo más profundo del corazón.

Bastión en su hogar, consejo en el infortunio, abrazo en la tristeza, sonrisa en la felicidad… alegría en todo momento. Ya no está en cuerpo junto a nosotros pero en alma sé que nunca nos abandonará. Su eterna sonrisa nos seguirá reconfortando en la adversidad, sus enseñanzas continuarán marcando nuestros caminos, mientras llegamos, algún día, a reencontrarnos en la divina morada que hoy la recibe de plácemes. La margarita se nos deshojó pero el aroma y la dulzura de sus pétalos, cada uno grabado de especiales recuerdos, nos acompañará por siempre, manteniendo viva en nuestros corazones la más bella flor que jamás hayamos conocido. Descansa en paz, abuela Margarita.  Atentamente, tu nieto, tu chiquito…