En Guatemala el fervor religioso anda por los suelos. Y no digo que de repente la sociedad se haya vuelto atea. No, ni quiera Dios. Todo lo contrario. Puede ser que no crean en muchos de sus homólogos mortales, pero saben que hay un ser supremo que no los abandona y que se hace depositario de una alta e  imperecedera cuota de credibilidad y fe populares.

A lo que me refiero es que la Semana Mayor la viví en un país donde se le puede rendir tributo al Todopoderoso viendo para abajo y no necesariamente para arriba. Sí, en la calle, en las carreteras, en los caminos vecinales… como decía al principio, en los suelos. Cualquier vía pública, sea de asfalto, cemento o piedra, es ideal para materializar la vena artística que sacan a relucir miles de guatemaltecos en esta época de recogimiento y de reflexión. Hablo del preciado y precioso arte de realizar alfombras para el paso de las procesiones de Semana Santa.

Hechas a mano por personas comunes y silvestres, pero con una inspiración y creatividad de dioses, las alfombras no sólo recrean importantes pasajes bíblicos que todos los creyentes debemos repasar si no que su proceso de elaboración se ha convertido en una bella tradición que une a familias enteras, conocidas y desconocidas, pobres o ricas, bajo un colorido propósito que no conoce distinciones de ningún tipo, ni siquiera de religión. Más que un ritual estrictamente católico, se ha convertido en una vívida expresión del arte popular guatemalteco que desde tiempos remotos viene  enriqueciendo el acervo cultural de un país orgulloso defensor de sus tradiciones milenarias.

Y como esta práctica de temporada, no conoce tampoco de nacionalidades, ya van varios años que en mi familia, todos costarricenses, participamos gustosos de la confección de las alfombras, invitados por unos amigos chapines que mantienen vigente el legado de sus antepasados desde hace unas tres décadas, heredándolo a las nuevas generaciones que se han encargado de perpetuarlo a pesar del advenimiento avasallador de los tiempos modernos y su tendencias de enajenación cultural.

Y este 2013 no fue la excepción. Ataviados con ropa cómoda y mucha paciencia nos dimos cita, como de costumbre, en el corazón de la capital guatemalteca (zona 1), donde, año a año, grandes y chicos se reúnen para dibujar en el lienzo asfáltico sus particulares obras de arte. Ancianos, adultos, jóvenes y niños… todos, desde horas de la tarde, toman las calles de la ciudad para imprimirlas de vida y color, dejándolas elegantemente presentadas para recibir el cortejo procesional, que pasará poco antes de la media noche.

Armados con moldes, flores, aserrín, frutas, verduras, pino, viruta (residuos de madera), velas, hojas secas y una interminable lista de materiales, el grupo de artistas urbanos empezamos a cubrir y embellecer cuadras enteras, llamando la atención de propios y extraños que no dudan en estimular con un cumplido sincero. Son horas y horas de trabajo para el paso fugaz de una procesión que, en minutos, dejará todo hecho añicos. ¡No importa!, el esfuerzo, la unión, la devoción y el compromiso reflejado en cada etapa del proceso hacen que valga la pena cada gota de sudor y talento derramados.

Diferenciados por el nivel de experiencia acumulado, equivalente a la cantidad de alfombras realizadas, los presentes conformamos un laborioso equipo de trabajo en el que cada miembro tiene su rol bien definido de cara al objetivo final. Fabricar los moldes, dibujar los diseños con tiza, rociar y esparcir el aserrín, mojar el asfalto o simplemente supervisar, o mejor dicho, ver, hablar y dar apoyo moral a los que trabajan, son parte de las funciones encomendadas, como podrán ver unas más difíciles que otras, pero todas igual de importantes.

En contraste con años anteriores que me limitaba a estorbar y tomar fotografías, en esta ocasión tuve un papel más proactivo, ayudando a hacer los bordes con aserrín y trazar el perímetro con viruta. No crean, algo se aprende, por más chapa que sea uno para las lides artísticas. La ventaja es que para quienes son del criterio de dejar la obra en manos expertas, hay atracciones de sobra que complementan a la perfección el tour  “alfombrero”.

La capital se torna en un hormiguero, una versión criolla de la ciudad que nunca duerme, calles cerradas, parqueos improvisados, predicadores, ventas ambulantes de comidas típicas y baratijas por doquier… en fin, aquello es como una fiesta al aire libre combinado con una suerte de mercado persa donde cada quien, a su manera, busca hacer su diezmo pascual, aunque sea vendiendo carne asada a costa del débil sentido de abstinencia de más de un hambriento. Churrasquitos a cinco quetzales, atol de plátano, barritas luminosas a un quetzal, gritan los vendedores sin cesar

La oferta es tan grande como la masa de transeúntes que atiborra las calles para participar de una festividad única que dichosamente transcurre en un ambiente de calma y seguridad hasta la 1 de la mañana, cuando las cuadrillas y los camiones de basura anuncian que llegó la hora de marcharse y decir hasta pronto a una hermosa tradición que cada año nos muestra lo mejor del folclor sobre el asfalto guatemalteco.