1486803_691248660909127_422148472_n

En diciembre, cambié a la abuela por un ratón.  Y la verdad, en nada me arrepiento. Simplemente se justificaba. Contrario a la tradición familiar, casi milenaria, de pasar las fiestas de fin de año con ella y demás miembros de mi familia materna, en Guanacaste, entre potreros, gallinas y gallos de lomo relleno, esta vez me fui a pasarla a otro lugar, también muy bonito, pintoresco y con animales, dicho sea de paso, solo que éstos más grandes, divertidos y que no terminan en la mesa de los comensales, si no que más bien son los protagonistas de una fiesta de magia, color y mucha fantasía, como pocas podrá experimentar en su vida.

A bordo de carrozas alegóricas y música contagiosa, le dan la bienvenida al visitante que no duda en fotografiarlos o extenderles la mano para saludarlos con gesto de emoción desbordante. Y así como yo, miles de personas más recibieron el año nuevo, al calor de abrazos de propios y extraños, bajo un cielo iluminado por espectaculares juegos de pólvora, y al fondo, un castillo multicolor luciendo sus mejores galas decembrinas. ¡Todo un deleite para los sentidos! Sin duda, la mejor forma de trasladarse y ser uno más, junto a Aladino y La Sirenita, de ese mundo mágico que deleita a grandes y chicos desde hace varias décadas. Así es la fiesta de fin de año, la monté, junto a mis padres y unos amigos, en el maravilloso hogar del ratón más famoso del mundo: Mickey Mouse, esa figura icónica del Imperio Disney que nunca envejece pese a sus casi 90 años a cuestas.

Como a estas alturas ya probablemente sepan de qué lugar les hablo y se hayan olvidado de mi abuelita –ah pecado con ella-, les cuento que efectivamente viví uno de mis mejores fines de año en la capital mundial de la diversión, Walt Disney World, en Orlando, Florida. Ya es la tercera vez que voy pero por alguna mágica razón que solo quienes hayan ido la entenderán, sentí que fue como la primera vez, hace ya unos 24 años. La ilusión, la felicidad, la inocencia infantil, el brillo en los ojos, el rostro alegre les aseguro que fue el mismo que en ese entonces cuando, luciendo orgulloso mis orejotas de Pluto, conocí el país de Nunca Jamás, di la vuelta al mundo en minutos a bordo de la lanchita de It´s a Small World o pude cerciorarme de que efectivamente son siete los enanos de Blanca Nieves.

En esta ocasión hice exactamente lo mismo, con excepción de las orejas – ya estoy un poco grande para eso-, y les cuento que la experiencia fue fascinante, como el primer día. Solo me faltó el atuendo verde y poder volar para ser el gemelo de Peter Pan, el niño eterno. Porque ese día en eso me convertí: en un niño más de los muchos que habían (o habíamos ahí). Bien dicen que, de vez en cuando, debemos sacar a ese pequeñín que habita en nuestro interior y yo -obediente que soy- lo tomé literal. Pero él, travieso y rebelde que es, no se limitó con salir, sino que gustoso correó, jugó, se río, comió cochinadas y se paseó hasta altas horas de la madrugada, por los hermosos parajes temáticos del parque, los de antaño, con sus tribus indígenas, que pudo divisar a la vera del río desde el barco Liberty Express, o los del futuro, en la Tierra del Mañana (tomorrow land), con sus cohetes y su montaña rusa espacial que recorre galaxias lejanas a velocidades trepidantes.

Simplemente volví a mi infancia, retrocedí en la línea del tiempo para dejarme encantar, ya no a través de la pantalla, si no en vivo y a toda magia y color, por la simpatía de Mickey Mouse, la coquetería de Minnie, la ingenuidad de Goofy, el espíritu aventurero del Pato Dónald, y la ternura del Rey León, por mucho mi película preferida de Disney, cuya escena de la muerte de Mufasa – a mi juicio, una de las más desgarradores del cine animado- aún es capaz de conmoverme hasta las lágrimas. Me di cuenta que a pesar del paso acelerado del tiempo, el encanto mágico del lugar permanece intacto, algunas atracciones han sido remozadas, otras recién inaugurados, más, la ilusión con la que uno ingresa a cada uno de ellos no cambia, y más bien aumenta con el paso de los años, independientemente del origen de sus miles de diversos visitantes.

Les puedo asegurar que ahí absolutamente todos volvimos a ser niños, de diferentes tamaños, razas, nacionalidades, lenguas y culturas, algunos con bigotes, otros con canas y había quienes hasta con bastón o en silla de ruedas, pero niños al fin de cuentas, que no repararan en diferencias de ninguna naturaleza cuando de pasarla bien se trata. Unidos todos por el lenguaje universal de la diversión capaz de entenderse con una sonrisa dibujada en un rostro de asombro. Señores, altos ejecutivos de saco y corbata, que dejan sus formalidades de lado para  lucir al cinto la espada de Jack Sparrow o damas de alcurnia que se  pasean como niñas con unas orejas de Minnie en su cabeza y una pierna de pavo gigante en su mano. Nada de apariencias ni falsas poses; nadie critica ni señala, hacer el ridículo es lo de menos. Todos entregados al placer de divertirse en grande, como niños inquietos, con una emoción y autenticidad que contagia hasta al más amargado. No dejen que se lo cuenten – bueno yo ya lo hice- pero vívalo usted mismo, apuesto que aún hay mucho más por descubrir en lo que yo llamaría la Embajada Mundial de la Diversión: Disney World. Y saber que todo empezó con un ratón…