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A propósito del amor que flota en el aire por estos días, como en la canción de Rocío Durcal, quiero unirme a esta habitual festividad del corazón para hablar sobre cómo han cambiado las relaciones con el paso de los almanaques. Si bien la tecnología ha venido a revolucionar todo en nuestra vida cotidiana, incluso los menesteres amorosos, nunca me imaginé que íbamos a llegar al extremo de lo que yo llamaría una completa despersonalización del más puro y noble de los sentimientos, con un Cupido que optó por modernizarse, cambiando el arco y las flechas por un Smartphone y una cuenta de Facebook.

Ahora basta con abrirse un perfil en tinder –red social especial para ligar- o mandar un mensaje de texto a un canal de música para buscar pareja. Y aunque en la guerra y en el amor todo se vale, creo que ya estamos pasando de lo sublime a lo ridículo con esto de la tecnología al servicio de la necesidades más elementales del ser humano, incluida la de encontrar su media naranja. Lo malo de abocarse únicamente a estos medios impersonales de dudosa credibilidad es que la media naranja nos puede salir podrida.

Porque ahí, en el anonimato que nos brinda el ciberespacio todo lo pintan muy bonito. “Hombre joven, de buenos sentimientos, profesional, deportista, busca mujer de entre 20 y 30 años para una amistad sincera y una eventual relación a futuro”. Hasta ahí todo bien. Lo malo viene después, cuando más de una, cautivada por tan nobles palabras, cae en la trampa y al final se da cuenta que no es ni joven, ni profesional, y con un poco de suerte, hasta ni  hombre le resulta.

¿Risible, no? Pero apuesto que más de uno ha recurrido a estos métodos de conquista 2.0 para encontrar pareja, lance, amigo con derecho o vaya usted a saber qué cosa. Porque los que se confían en el “voy a jugármela” no siempre terminan viviendo felices para siempre. ¿Cuántos inescrupulosos de la red no se valen de semejantes artimañas digitales para salirse con la suya? La necesidad o desesperación por estar con alguien no debe dar para tanto.

Actualmente el papel y las redes sociales  aguantan lo que le pongan. La vez pasada, viendo un canal de música, caí en cuenta de los niveles absurdos tan bajos a los que hemos llegado. Justo cuando pensaba que no me quedaba nada más por ver, mi capacidad de asombro sufrió una fuerte sacudida, al notar una serie de mensajes que desfilaban, sin previo filtro, por la parte inferior de la pantalla de mi televisor.

Aparte de confirmar lo mala ortografía de algunos, me percaté que ahora la moda es buscar amistades o eventuales parejas solo por mensaje de texto o whatsap. No sabía si reírme o llorar. Si la otra persona es alta, gorda, morena o rubia, es lo de menos, lo más importante es, y así lo hacen ver en sus requisitos de selección de “amig@s”, que tenga multimedia para compartir imágenes. Y de una vez advierten, no acepto llamadas. ¿Cómo? ¿Y entonces? ¿Queremos conocer a alguien a control remoto sin tan siquiera conocerle la voz?

No sé si es que ya me está entrando el síndrome prematuro del viejo cascarrabias , pero como diría Eugenio Derbez… ¡qué alguien me explique cómo funciona eso! Tonto uno, que en lugar de estar gastando en cirugías y liposucciones, mejor  vender una imagen falsa por Internet o conseguirse el I phone 6 para ver si me convierte en el más codiciado de la red, aunque en la vida real no me salga ni La Cegua.

Está bien que ahora nuestra vida diaria se facilite con la tecnología pero de ahí a dejar que el corazón también sea gobernado por los imponderables de un click o un me gusta me parece que ya es demasiado. Y aunque no siempre es procedente, en el tema en cuestión creo que aplica a la perfección aquel viejo adagio de que todo tiempo pasado fue mejor, con sus relaciones más físicas y menos virtuales. Que este mes de febrero sirva para reivindicar el valor de un beso, un abrazo, una toma de manos o un cumplido sincero susurrado al oído del ser amado… y no a un aparato celular.