Aunque suene paradójico, a veces lo que uno menos hace como escritor en la feria del libro es vender libros.

No es porque no me guste ni lo disfrute –todo lo contrario- sino porque dedicarse a tan noble oficio, en medio de la vasta y exquisita oferta disponible en la Feria Internacional del Libro, no deja de ser un agradable y complejo desafío al que no todos estamos acostumbrados ni podemos sobrellevar de la forma adecuada.

Con más razón si a uno le toca desempeñar el papel de expositor, sin poder renunciar al de comprador. En más de una ocasión me daban ganas de dejar el gafete botado y entregarme a mi adicción literaria, gastándome toda la plata de las ventas en la adquisición de nuevos libros, aunque, en ese afán, se me terminara yendo lo comido por lo servido –¿o debería decir por lo leído?

Y para colmo de ¿males? esta vez la hicieron en conjunto con el festival Centroamérica Cuenta, lo que elevó exponencialmente el menú de actividades a las cuales asistir, con la única limitante que un día de 24 horas se quedaba corto ante la gran variedad de opciones y demás obligaciones cotidianas por cumplir dentro y fuera de la Antigua Aduana.

¿Vender o aprender?

En medio de tantos conversatorios, talleres, charlas y recitales, se entraba en una suerte de disyuntiva entre el deseo de vender y el de aprender. ¿Vendo o me voy a saludar a Sergio Ramírez? ¿Vendo o escucho la ponencia de Gioconda Belli? ¿Vendo o le pido un autógrafo a Benito Taibo?

A decir verdad, más de una vez no me importó abandonar “el chinamo” con tal de contagiarme de la sapiencia de los invitados de honor o perderme entre los resquicios de una nave de ladrillo con aroma a tinta y papel. Para los que estuvieron presentes me entenderán y hasta justificarán mi conflicto de prioridades.

Por ejemplo, mis compañeros del Foro Literario ya me tenían “coloreado”. Sabían que, si no me encontraba en el stand asignado, lo más probable es que anduviera por ahí empapándome de arte y letras, ya fuera a través de una amena tertulia con otros colegas, ojeando y escogiendo mi próximo ejemplar o conversando con la simpática muchacha del stand del frente (solamente de temas literarios, por supuesto).

Por alguna razón, como diría mi abuela, no me podía quedar “quedito” por mucho tiempo -salvo en los momentos de alta afluencia de público en los que sí o sí había que estar en la trinchera de rigor haciéndole la fuercita a los libros propios. De repente me entraba la ansiedad ante todo lo que me podía estar perdiendo durante esos días en que fuimos el epicentro de la literatura continental. ¡Vaya lujo!

Como en la novela de Carlos Fuentes, bastaba con traspasar la frontera de cristal -la Casa del Cuño- para darse cuenta del mundo de infinitas posibilidades ahí afuera. Recuerdo que en la plazoleta exterior había un calendario gigante con toda la programación de actividades. Lo vi por un momento y mejor me detuve antes de “embotarme”. Imposible decantarse por una u otra. A la próxima mejor solicitaré que los graben para verlas en diferido, o bien, que coloquen junto a la cafetería un puesto de clonación instantánea para no perder detalle.

Afortunadamente, tuve la posibilidad de asistir “a ratitos” a algunas y la verdad es que sí valió la pena. Mis respetos y felicitaciones al Ministerio de Cultura, a la Cámara Costarricense del Libro y demás organizadores por tan magno evento. En lo que a los escritores independientes nos concierne, creo que para la mayoría fue de sumo provecho, pese al temor inicial por el cambio de fecha y la baja asistencia de lectores durante los primeros días.

Lecciones

Cada quien hará sus números para saber si fue rentable o no la participación, pero me interesa hacer hincapié en lo realmente importante; es decir en lo que el dinero no puede comprar. Me refiero a todo aquello que ocurre entre corrillos de la feria y que representa la verdadera recompensa, más allá del número de libros vendidos. Las nuevas amistades, los contactos, las conversaciones, las risas para disimular el cansancio, las congojas, los chistes y hasta los pleitos… En fin, todo lo que los visitantes no ven.

En mi caso, aparte del sentimiento de gratitud hacia muchas personas que adquirieron mis libros o me prodigaron una sincera felicitación, yo me traje una interesante charla de actualidad con un abogado, la oportunidad de ser parte del tour literario de la Librería Lehmann, el “piropo” de una muchacha, quien me insinuó que yo debo tener muchas seguidoras en mi blog, el desaire de otra que pasó de largo sin alzarme a ver (debe ser sorda, dijo un amigo). De todos y cada uno, aprendí grandes lecciones.

Pero ninguna como la que extraigo de los propios protagonistas de esta historia: los colegas escritores. Ser testigos del amor y empeño que le ponen no sólo a la publicación de sus libros sino a la gestión de venta, muchos de ellos sin ser muy diestros en la materia. A don Fernando quien ofrecía con ahínco el libro que su hijo escribió, a Ingrid que llegaba tempranito después de cumplir sus obligaciones de madre, a don Oscar que ni siquiera una enfermedad lo detuvo, a don Leo que asistía todas las tardes después de vender empanadas en su soda… A ellos y a todos los demás autores presentes, mi eterna admiración.

Demostramos que somos un gremio fuerte y valeroso que merece todo el apoyo del Gobierno, de las instituciones, de la empresa privada y de la población en general. Ese es el gran reto de ellos. El nuestro: hacer que ese mismo espíritu de unión y colaboración que nos distinguió en la Feria del Libro 2019 se mantenga de cara a los eventos y retos venideros. Por el bien de una sociedad culta, que así sea.