Vieran que la otra vez –como diría el finado Gorgojo- me pasó algo muy curioso que todavía me tiene pensando, no sé si por sana cautela o por paranoia extrema. Resulta que, en una de esas noches en que la falta de sueño y las ocupaciones domésticas hacen que la madrugada le sorprenda a uno bien despabilado, me encontré en el cable un documental que por su sentido dramático, más no exagerado ni descabellado de la realidad, me mantiene en vela desde entonces.
Si bien el tema es de vieja data pues hasta George Orwell lo anticipó en 1984 con su novela del vigilante y omnipresente Gran Hermano, fue hasta esa vez que caí en cuenta de que es una realidad innegable de la que no podremos escapar mientras estemos vivos y la tecnología continúe su avance galopante, sin leyes de privacidad ni muros de granito que nos salven de sentirnos ultrajados por el perenne ojo inquisidor de la modernidad.
Estamos claros que la CIA, la KGB y demás Policías Secretas lo utilizaron en su momento y que el concepto de espionaje no es nada nuevo en estos tiempos de guerra contra el terrorismo. Sin embargo, lo que sí me llamó la atención es conocer sobre la capacidad intrusiva que ha desarrollado con tal de apropiarse del más mínimo resabio de privacidad e intimidad que algún día nos cobijó.
No se trata sólo del enorme riesgo de exposición al que nos somete el uso frecuente de las redes sociales que nos pueden dejar –literalmente- desnudos (varias figuras públicas pueden dar fe de ello), si no, también, los cada vez más elaborados e ingeniosos métodos de vigilancia permanente que utiliza los cuerpos de investigación e inteligencia para mantenernos a raya ante cualquier señal sospechosa de insubordinación.
Por más seguros y relajados que nos sintamos en la ¿intimidad? de nuestros hogares, en estos momentos, mientras yo escribo o usted me lee, puede estar alguien a nuestras espaldas monitoreando 24-7 todos nuestros movimientos, por más fríamente calculados que estos parezcan. Y ahí sí que ni invocando al Chapulín Colorado podremos defendernos del escrutinio incesante que países como Estados Unidos, supuestos baluartes mundiales de la defensa de los derechos humanos, realizan sin derecho a réplica, bajo la desvirtuada máxima de que todos somos sospechosos hasta que se nos demuestre lo contrario.
Ya no les bastan los circuitos cerrados o las cámaras minúsculas en forma de lapiceros, con micrófonos incorporados. No, eso ya está pasado de moda. Ahora el último grito de la tecnología usurpadora son, por ejemplo, según pude ver en el reportaje, sistemas de reconocimiento facial de alta fidelidad que pueden identificar al más discreto de los transeúntes caminando en hora pico por la Quinta Avenida de Nueva York. O los famosos aviones no tripulados o drones que, simulando ser aeronaves comerciales surcan los cielos, para infiltrarse en nuestras casas, con la justa precisión que solo su mira telescópica de visión nocturna le puede brindar. Ya ni juegos de video podemos jugar tranquilos, pues las camaritas de las consolas de Xbox pueden ser jaqueadas por algún inescrupuloso deseoso de vernos en paños menores dentro de nuestras habitaciones. Hasta pequeños e inofensivos insectos pueden representar una grave amenaza, con chips adheridos a sus cuerpos, mucho más amenazantes que un simple piquete o un zumbido molesto. Sin duda, una noticia bastante desalentadora para recibir en pleno mes de mayo, cuando abundan los abejones por doquier chocando contra las paredes no sé si por torpes o buscando el mejor ángulo de grabación.
De ahí que resulte entendible mi reacción, cuando a pocas horas de haber visto el documental, vi entrar por la puerta del balcón –como bicho por su casa-, una especie de mosca gigante que me obligó a emplearme a fondo para, a punta de chancletazos asesinos, echarla lejos de mi radio de infidencias. Desconozco, si se habrá llevado información clasificada sobre la marca de mis calzoncillos o las fachas en que ando los fines de semana cuando nadie… o todos me ven. Estaré pendiente a no ser la próxima comidilla en redes sociales, de lo contrario sabré muy bien quién es la culpable y la demandaré por lesiones dípteras a la moral. Al parecer ya hoy puede ser más dueño de nuestros más confidenciales secretos una mosca que uno mismo. Más pior…