Cuando creemos que nos falta tiempo y nos llenamos de excusas, todo se vuelve más difícil, hasta el disfrute de nuestros ratos de ocio. Por eso, cuando nos alejamos de los típicos pretextos para no hacer –“estoy muy ocupado”, “no puedo”, “mejor mañana” – empezamos a ver la magia en nuestras vidas e incluso en los bellos regalos que nos brinda la naturaleza para explorarlos sin necesidad de ir muy lejos ni salir del país a buscar lo que tenemos a la vuelta de la esquina… o a escasa media hora de San José.
Ahí se encuentra uno de los tantos tesoros ecológicos que todos los costarricenses, por obligación y aprecio a lo nuestro, deberíamos conocer. Ya sea para perderse entre sus senderos de bosque tropical húmero, contemplar la laguna volcánica, subir al mirador, o todas las anteriores juntas, este lugar es ideal para “desconectarse” del estrés citadino y, aunque sea por unas horas, recobrar fuerzas y energías para seguir la faena cotidiana.
Yo tenía una leve noción de ese sitio. Hace muchos años, cuando sirvió de hogar y trabajo para unos familiares cercanos, lo visité en varias ocasiones y, desde un principio me encantó. Por su clima, su frío de montaña, su aire de misterio, y, principalmente –su mayor atracción- esa enorme cruz de cemento que se levanta imponente como testigo mudo de la belleza escénica de un Valle Central que se rinde a sus pies.
Una joya natural
Así es. Les hablo del Centro Turístico Paradero Monte de la Cruz, localizado a 8 kilómetros del centro de San Rafael de Heredia y a más de 1 400 metros sobre el nivel del mar. Apenas ingresando, en medio de unos caminos que serpentean a lo largo de su densa vegetación, que sobresale entre una tímida neblina, nos percatamos que no estamos frente a un lugar común, al menos para un josefino como yo que lo único cerca que tiene, de una tonalidad similar, es el Balcón Verde… y para eso, mejor no ver nada.
Pero bueno, volviendo a lo bonito y al verde que vale la pena, les cuento que, como si fuera poco su belleza cien por ciento natural, adentro goza de múltiples amenidades como ranchos, cancha de fútbol y de baloncesto, juegos infantiles, entre otros atractivos que invitan a disfrutar de un relajante espacio de solaz que purifica el alma y alegra el corazón.
Eso fue precisamente lo que hicimos un grupo de queridos amigos (mi familia por elección) que nos reunimos el domingo pasado en el Monte de la Cruz para recordar el motivo por el cual vinimos a este mundo: ser felices. Dejando de lado cualquier formalidad y preocupación, nos dispusimos a pasar un día cargado de risas, bromas y sana diversión. Sin distingo de edad, profesión o nivel de seriedad, todos volvimos algunos años atrás –unos más que otros- para ser niños otra vez.
Con el perdón de los lectores que no me entiendan, de repente aquello se convirtió en una legión de personajes, en su versión más pura e inocente. Había “Macho Boys”, “Shakiritas”, “Celitas”, “Reinitas”, “Madonnitas”, “Maripositas”… y hasta una pequeña bailarina que, en la mejenga, hizo gala de sus más delicados movimientos de ballet.
¡A divertirnos!
Nadie se quedó sentado y nadie se salvó de la mojada. Corrimos y jugamos a guerra de bombas de agua, como hace tiempo no lo hacíamos. Sacamos ese loco e inquieto “pequeñín” interior y lo pusimos a correr, mojarse, embarrialarse, caerse y volverse a levantar, como se hace en los juegos, como se hace en la vida… sin importar tanto el qué dirán, ni los formalismos, ni el glamour ni ese montón de “carajadas” aburridas de la vida seria, madura y centrada de adulto. A la m… todo eso. Nos importa un cu… Si aquí venimos a divertirnos. Al final del viaje, lo único que nos llevaremos es lo vivido, lo comido y lo bailado. Eso, amigos, nadie nos lo quita. Así lo comprobamos ese día y, gustosos, lo repetiríamos. ¡Cuánta falta nos hacen estas cosas!
Si no hubiese sido por los compromisos dominicales de cada quien, es probable que ahí estaríamos todavía, riendo, conversando, vacilando –y lo más importante- creciendo como familia amorosa que somos. Y aunque cualquier lugar es bueno, cuando la compañía es la indicada, nada como hacer esa necesaria recarga de energía positiva en un paraíso que ningún costarricense, orgulloso de sus encantos naturales, debería privarse de conocer.
Tal vez así nos daríamos cuenta, como adultos que somos, que lo que nos hace falta para ser felices, es comportarnos más como niños… en el Monte de la Cruz y en cualquier lugar. ¿Cuál será su próximo destino de travesuras infantiles?