El que se convertiría en uno de mis clientes de lujo lo advirtió hace tres años. No es lo mismo verla venir que bailar con ella, dijo, en esa ocasión. Anticipaba, así, las dificultades a las que se enfrentaba para cumplir con las promesas de cambio que nos tenían a todos los costarricenses como hormiga en confite.
Yo, en la teoría, sabía a lo que se refería, pero en la práctica no lo tenía muy claro hasta que pude ponerme en sus zapatos. No es que me dieran de ¿regalo? del Día del Niño la posibilidad de ser Presidente por unas horas, pero puedo asegurar que sentí algo muy similar hace algunas semanas tras finalizar mi participación en la Feria Internacional del Libro.
“Es otra cosa”, “ahí sí se vende”, “si estás empezando, tenes que estar”, fueron algunas de las frases que escuché de los más experimentados. Sin embargo, ya estando ahí, en la meca de la literatura nacional, uno se da cuenta que el asunto no es jugando, sobre todo para quienes apenas nos iniciamos en esas lides.
De comprador a vendedor
En primer lugar, no es lo mismo ir en el papel de comprador, como yo acostumbraba desde hace años, que portar el sombrero y gafete de expositor o vendedor, por primera vez. Cambiar de bando me significó no solo evitar o restringir el viacrucis literario de un día por toda la Aduana, en busca de nuevas adquisiciones, sino también, ubicado todo el tiempo detrás de un único stand, concentrarme en la búsqueda de clientes para una sola obra, la propia.
Lograrlo no es tarea fácil. Es muy buena la calidad de los libros, como para resistirse a darse un pequeño tour, aunque sea a la hora de almuerzo, y tan vasta la oferta que, destacar en medio de ese océano de tinta en el que bregan cientos de escritores, es una labor titánica y desafiante, solamente comparable con las epopeyas griegas y cuentos de héroes que ofrecían algunas casas editoriales.
Aun así, hicimos la fuercita. Todos los autores participantes nos valíamos de las más variadas y personalizadas técnicas comerciales para conseguir el cometido. Desde no dejar al cliente llegar, respirar ni hablar, pasando por lo que un colega llama “charlas cortas magistrales de venta”, hasta parecer medio acosador junto a una atractiva cliente a quien, después de media hora, aquello, más que una venta, se asemejaba a una echada de cuento –y no me refiero al cuento del libro que le ofrecían.
Algunos, los pasivos, permanecían sentados esperando vender por obra y gracia de un milagro o de su linda cara; los otros, los aventados, solo les faltaba poner a los clientes a leer el libro completo ahí mismo, y la mayoría, los más comedidos, que tenemos un poco de las dos categorías anteriores, abordamos al cliente si acaso en el pasillo para invitarlo a conversar y conocer la obra de boca del autor. Hay un compañero al que le funciona tan bien esta técnica que, a media feria, ya se le habían agotado los libros. ¡Dichoso! ¿Cómo hará?
No todo es dinero
En todo caso y aunque no me crean, no se trata solo de vender. Sino de, por lo menos, llevarnos una buena dosis de lo que yo llamo activos intangibles no comprables con dinero. Un rato de amena tertulia, un cumplido, un futuro cliente o un buen contacto. Todo eso se vale. Otros lo que hacen, más bien, es aliviarnos el cansancio y el dolor de pies, a través de la sonrisa que nos dibuja el escuchar la suerte de rodeos y excusas a la que recurren para no decir «no gracias». Excepto ese sincero adolescente que, después de leer unas cuantas líneas de mi libro, le dijo al papá que no le gustaba. Totalmente válido y respetable. No me lo tomo personal.
Es mejor eso y se aprecia más que la salida fácil del comprador, o más bien el mirón mareado, que dice estar solo dando vueltas. Que vaya a un carrusel del Parque de Diversiones, comentó, en son de broma, un amigo poeta. También aparecen los que, para evitar el compromiso y sembrar una falsa esperanza, salen con la trillada frase “salvatandas”: “vengo llegando, voy a seguir viendo y cualquier cosa ahora regreso” Que levante la mano el que no lo haya dicho alguna vez. Ni los mismos escritores nos salvamos. Pero la joyita del año se la llevó una señora que le dijo a un compañero con más de 100 títulos en su haber, que no le compraba porque ya los tenía todos. “Ni siquiera yo los tengo”, reconoció el colega, segundos después de despachar a la ocurrente o voraz lectora, vaya usted a saber.
En definitiva, en la Aduana pasa y se ve de todo. Chistes, anécdotas, frustraciones, lecciones, buenos y malos días… en fin, todos los condimentos necesarios para hacer de la feria un evento bonito, bien organizado, entretenido, apto para toda la familia y pletórico en grandes aprendizajes y divertidos entretelones que ya muchos conocen gracias a las infidencias aquí reveladas, con el perdón de mis amigos y colegas.
Un tal Luis Guillermo…
Cierro con una más que no puedo omitir. El primer domingo de la feria, día de poca asistencia por culpa de la lluvia y el clásico del fútbol nacional, uno de los dos o tres libros que pude vender fue a, nada más y nada menos, que al propio presidente de la República, Luis Guillermo Solís, quien llegó a visitar, en la Casa del Cuño, el stand del Foro Literario Costarricense, grupo de escritores independientes al que pertenezco.
Tras un saludo, una foto y un breve intercambio de palabras, me compró una copia autografiada de mi libro, Bajo su propio riesgo, donde podrá leer varios artículos de política, incluido uno donde él es protagonista, pero, de los nervios y la emoción, no pude ubicar en el momento para mostrárselo. Es que, apropiándome y adaptando la famosa frase de mi cliente, no es lo mismo verlo venir, que venderle un libro. Gracias al Presidente y a todos los que aceptaron correr el riesgo. Hasta el próximo año.