Foto tomada de larepublica.net

En mi vida he matado –o visto morir- a cucarachas, arañas y hormigas. Creo que todos lo hemos hecho en algún momento, con menor o mayor grado de arrepentimiento. Pero ninguna de esas pérdidas, se compara con la ocurrida el pasado 27 de junio, cuando desapareció el insecto más famoso y punzante del periodismo nacional: La Machaca.

Nunca conocí a Miguel Ángel Agüero, el papá del simpático bichito que le daba nombre a la icónica sección de La República, pero lo leí por tanto tiempo que lo consideraba un amigo íntimo con el que, a la distancia, sentí como si hubiéramos compartido más de un café, al calor de una amena tertulia sobre política, fútbol o el equipo de sus amores “que no lo dejaba ser humilde”, el Deportivo Saprissa.

Siempre fui un lector asiduo de La Machaca, por influencia de mi abuelo, don Ricardo Carballo, otro seguidor incondicional de la página y suscriptor de larga data del periódico donde se publicó durante 30 años. Me parece verlo, sentado a pierna cruzada todas las mañanas después de desayunar, gozando, a carcajada limpia, con las ocurrencias del popular “Machaco.”

Desde mi etapa de universitario, que transcurrió junto a mis abuelos paternos, en Guadalupe de Goicoechea, hasta donde llegaba La República todos los días, se convirtió en mi sección favorita, la cual, con el perdón de mis respetables colegas, casi siempre leía de primero, ignorando o retrasando la lectura de todo lo demás.

Criticar sin ofender

Ya que uno coincidiera o no con don Miguel Ángel, era imposible permanecer indiferente frente sus atinados comentarios que no dejaban títere con cabeza. Aunque se metía con todos, desde presidentes y ministros, hasta empresarios y sindicalistas, a nadie ofendía; siempre lo hacía con total transparencia, decencia, respeto y buen tino.

Entre los múltiples “pachos” que nos recetaba, recuerdo cuando mandaba a los políticos a la Óptica Halabi a hacerse un examen de la vista para ver mejor los problemas del país, traía a colación la famosa frase de la exdiputada, doña Niní (“así hasta yo”) para criticar nuestra costumbre de optar por la salida fácil o comparaba la renuncia masiva de funcionarios con el cuento de los 10 negritos de Agatha Christie que iban desapareciendo hasta que ya no quedaba ninguno.

A lo largo de su extensa trayectoria, que lo llevó a probar suerte en la política y en el deporte, antes de encontrar su verdadera pasión en el periodismo de sátira, nunca enfrentó problemas legales y contadas veces debió rectificar. Ni siquiera sus “víctimas” de turno podían resistirse la tentación de reírse a costa de sus propias desventuras.

¿La razón? El propio protagonista lo explicaba jocosamente. “Puede haber dos razones: la primera, que La Machaca no ataca personas en su plano personal, la segunda puede ser que estas sepan disimular muy bien”.

Embajador de la risoterapia

Me llamaba la atención, no solo la variedad y actualidad de la página, lo que obligaba al editor –tal y como confesó en una entrevista brindada al Colegio de Periodistas- a invertir unas doce horas diarias en leer periódicos y escuchar programas de radio, sino también a la fina ironía, sátira y fisga con las que la abordaba.

Como diría Chespirito, era experto en ver las cosas por el lado amable, un convencido de que esta vida es demasiado corta para tomársela tan en serio y que nada mejor que una buena terapia de risas para curar el peor de los males. Por más polémico, serio o sensible que fuera un asunto, demostraba que siempre hay espacio para el buen humor, reflejando, en su más pura esencia, ese rasgo tan característico del tico de sacarle chistes a todo.

Combinaba perfectamente dos de los artes más complejos: el de hacer reír con el de invitar a reflexionar, sin omitir su agudeza intelectual y una capacidad admirable de observación y comprensión de los problemas cotidianos, en sus más diversos ámbitos:  social, cultural, educativo, moral, deportivo…

En una de sus últimas páginas publicadas, incluyó la siguiente frase de Juana Inés de la Cruz: “No puedo dejar de trabajar, tendré la eternidad para descansar”. Premonición o no, lo cierto es que eso fue precisamente lo que hizo. Quince días antes de su fallecimiento, aún seguía activo. Todo un ejemplo de responsabilidad, honradez y amor al ejercicio del periodismo. Descanse en paz, don Miguel Ángel Agüero. Me alegra saber que, finalmente, mi abuelo, su fan número uno, podrá conocerlo y agradecerle por su generoso legado.