No soy de andar en moto. No me gusta ni me hace falta, por más que digan que ahorra tiempo y combustible. Creo que una más en la calle no ayudaría mucho a aliviar la plaga que ya tenemos en nuestras carreteras, donde no cabe un vehículo más en la rezagada infraestructura vial que tenemos desde hace varias décadas.
Pero tengo muchos conocidos a los que sí les gusta y es respetable. Ya sea por motivos de trabajo o simple afición, ellos pueden cambiar de moto como quien muda de ropa interior y son unos “fiebres” confesos de todo lo relacionado a los “caballos de acero.”
Sin embargo, para que ambos grupos sociales podamos convivir en armonía debemos llegar a un pacto de no agresión, mediante el cual, unos y otros nos respetemos y nos conduzcamos con prudencia y responsabilidad en las caóticas calles de nuestro país, sin importar si andamos sobre cuatro o dos ruedas.
El problema es que dicho pacto no existe y así lo evidencia a diario nuestra incultura y violencia al volante. Esto no es ninguna novedad, pero cuando veo noticias como la del domingo pasado, en La Nación– “Motociclistas nocturnos siembran caos en vías”, me doy cuenta que el problema, lejos de solucionarse, se está agravando.
Conductores sin miedo a la muerte
Testigo de la anarquía
Hace un par de semanas, mientras departía con unos amigos en un restaurante cerca de La Rotonda de la Bandera, nuestra apacible noche de sábado fue interrumpida por una manada de carajillos bravucones en moto –lo digo no solo porque iban en grupo, sino también por el comportamiento “animal” exhibido- que llenaron de ruido, riesgo e imprudencia las inmediaciones del lugar.
Días más tarde, de regreso a mi casa, en una aciaga tarde de hora pico, aparecieron otros motociclistas que solo les faltaba pasar por encima de los techos de los carros en procura de aprovechar hasta el último resquicio disponible, en su zigzagueante transitar por la calle y acera, cruzando semáforos en rojo y rayando hasta por la derecha, arriba, abajo y el centro.
Pero, ¡ay de aquel que por un error de cálculo o simple descuido ose pasarlos rozando! Aparte de que con un “toquecito” puede que salgan rodando 500 metros cuesta abajo – el chasis son ellos-, lamentablemente el malo de la película termina siendo el del carro. Aquello es como los juegos entre hermanos donde el más grande tiene que cuidar y hacerse responsable del pequeño, por más que este último sea un “tortero”.
Sin pretender generalizar –pues sé que hay honrosas excepciones, así como otros peores que andan sobre cuatro ruedas- creo que el meollo del asunto se debe a algo mucho más grave y profundo que no se resuelve ni con multas millonarias ni con tráficos en cada esquina. Me refiero a la falta de cultura, de respeto, de tolerancia, de amor por la vida propia y ajena… de todo eso que no viene escrito en la Ley de Tránsito, sino más bien debería formar parte de los programas obligatorios de educación vial y de algo más integral que podríamos llamar educación para la vida en sociedad. No podemos seguir promoviendo que todo mundo saque licencia y se tire a la calle a manejar moto o carro sin aprender, primero, a manejarse ellos mismos.
Solo en 2016, de las 448 personas que murieron en accidentes de tránsito, 197 eran motociclistas, lo cual equivale al 43% de los decesos. ¿Entonces para qué gastar tantos recursos en campañas y anuncios en televisión o redes sociales, si más bien las estadísticas van en aumento?
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Esfuerzos insuficientes
Aunque muy loables y necesarias, tal parece que las iniciativas emprendidas por el COSEVI, INS y demás entidades involucradas, incluida la del Chasis son ellos, no ha arrojado los resultados esperados y seguimos matándonos y madreándonos en carreteras regidas por la ley de la selva. Aquí la barbarie campea a sus anchas y a nadie le importa.
Como para salir del paso, todo mundo recurre a la salida fácil de las campañitas de conciencia y al endurecimiento de las sanciones, pero por más que las primeras sean muy bonitas y las segundas muy severas, no vamos a lograr mucho sino tocamos el punto neurálgico de todo este drama: la cultura y la pérdida de valores.
Entonces, ¿cómo hacer para detener la matanza y lograr ese ansiado cambio cultural? Este es un tema que se las trae y que, por motivos de espacio, deberá quedar para un próximo capítulo. Una pista: Quizás la respuesta no esté tanto en las imprudencias viales que todos sabemos ocurren paredes afuera de nuestras aulas y hogares, sino más bien en lo que pasa adentro… y callamos.
Tomado de nacion.com