Estuve toda la semana en el Hospital México. Agradezco a todos los que me fueron a visitar, me expresaron sus buenos deseos… y compraron mi libro.

Estoy bien. No se asusten. No estuve internado, ni en cita de control, ni en Emergencias. Si acaso, lo más que conocí en detalle fue el baño, pero ni si quiera la urgencia de llegar lo antes posible, esquivando pacientes extraviados, carajillos correlones o camillas en medio pasillo, me privó de la oportunidad de reflexionar más allá del motivo que nos convocaba: la Feria Artesanal del Hospital México.

Rodeado de decenas de hombres y mujeres artistas, cada uno con su especialidad, todos honrados de carta cabal, pude entender el trasfondo de aquella famosa máxima que dice que nunca debemos juzgar a nuestros semejantes, pues no sabemos la procesión, la historia o – en este caso- la dolencia que les aqueja.

En mis visitas al servicio sanitario que, como en El Chavo del Ocho, se ubicaba al fondo a la derecha, pude entender por qué hay momentos en los que a muchos les importa más la lucha por su vida que adquirir un libro, una pulsera, una blusa o un caballito de juguete que da vueltas sin marearse.

Esos breves recorridos, frecuentes o esporádicos, dependiendo de la cantidad de agua ingerida para alivianar el calor, me enseñaron mucho más que los cinco días completos en los que participé de la feria, organizada por el hospital, al que, en nombre de los colegas y demás artistas participantes, agradezco por no seguir el ejemplo de otros que dan la espalda al arte y la cultura nacionales para favorecer mezquinos intereses particulares.

La fragilidad de la vida

Volviendo al tema que nos compete, les confieso que tenía bastante tiempo de no visitar un hospital. La verdad, muchos coincidirán conmigo en que, de no ser estrictamente necesario, es mejor andarles de larguito, por aquello de los virus o las escenas no tan agradables que se observan.

Sin embargo, mi visita al México me sirvió para algo mucho más importante que vender libros: poner las cosas en perspectiva y reflexionar sobre la fragilidad de la vida. Les diría que hagan la prueba, pero recomendarles ir más seguido a hospitales suena muy feo –no quiero que me acusen de andar deseando el mal al prójimo-.

A sabiendas de que hay lugares más bonitos para visitar, sí me gustaría que, cuando las circunstancias los obliguen a estar en uno, hagan las de aquel famoso personaje de la caricatura de los Thundercats y vean más allá de lo evidente.

Yo acostumbro a hacerlo en todos los lugares de concurrencia masiva a los que asisto: conciertos, aeropuertos, estadios, etc. Soy un observador por excelencia. Me cautiva entender los entresijos del comportamiento humano. Fijarme en aquello que trasciende lo meramente estético o superficial. En este caso, darme cuenta de lo que sucede en un hospital, o al menos en el oscuro y lúgubre pasillo de acceso al baño.

Crisol de emociones

Vi a personas con rostros cansados y afligidos. Probablemente entre la madrugada para llegar y la congoja de perder la cita, ya se les estaba agotando la paciencia franciscana de la que intentaban hacer alarde, mientras traveseaban el celular, se quejaban con el vecino o dormían un rato, a la espera de escuchar su nombre, la mejor y más reconfortante melodía que oídos humanos puedan escuchar en esas circunstancias.

Me topo con largas filas de sillas; ni una sola disponible, todas ocupadas por niños, jóvenes y adultos mayores. Caras largas, temerosas, ansiosas, adoloridas; miradas perdidas que reflejan el más diverso crisol de emociones encontradas. Sigo caminando y veo a una señora mayor, débil y menuda, quien, acostada sobre una camilla a la orilla del pasillo, escuchaba atenta las palabras que un hombre le susurraba al oído, con ternura. Me acuerdo de mis abuelos; me conmuevo.

Regreso al stand de la feria. No me siento el mismo. Me costó concentrarme. Perdí algunos clientes por no encontrar las palabras indicadas para vender. ¿Quién soy yo para ofrecer un libro a alguien que le programaron la cita para el 2045 por la tarde, que acababa de escuchar un mal diagnóstico o que apenas reunía los pases para el viaje de regreso? ¿Y si, más bien, encuentran en mis líneas algún mensaje de optimismo reconfortante? Oro por todos ellos y agradezco por estar bien de salud.

Prioridades cambian

Dejo las cavilaciones y vuelvo a la carga. A medias. Las prioridades habían cambiado. Ya no me interesaba tanto vender, sino socializar, empatizar, regalar sonrisas, demostrar afecto a desconocidos. En fin, apoyar a quienes más lo necesitaban. Que supieran que no estaban tratando con un vendedor, ni con un escritor, sino con un ser humano dispuesto a valorarlos y escucharlos con sensibilidad, en medio de las muchas adversidades y fragilidades que nos unen.

Si no podía solucionarles su problema, al menos quería darles los ánimos para hacerlo ellos mismos, ya sea con la palabra impresa de mi obra o con la palabra fugaz de en encuentro casual. Era el mejor remedio que podía recetarles. Uno de ellos, don Carlos, un prominente abogado de Puntarenas, volvió al día siguiente a saludarme y contarme que ya había empezado mi libro. Nunca se lo vendí; él me lo compró. No conocía su historia ni la procesión interna de muchos otros asegurados que asistieron, pero lo que sí sabía era que quería dejarles no solo un simple recuerdo material.

Cuando, finalmente, entendí mi propósito, empecé a vender más…