Han pasado casi tres semanas y aún se sigue hablando de putas. No es que junto al fútbol, la religión y la política, los entretelones sexuales de las “mujeres de la vida” se haya convertido en un tema frecuente de discusión pública. No, más bien, me refiero a la reciente marcha capitalina realizada frente a la Catedral Metropolitana y en plena misa dominical de 10 a.m. para, en vísperas del Día de la Madre, protestar contra la violencia sexual y las manifestaciones de un alto jerarca de la Iglesia Católica que osó mandar a las mujeres a vestir con “decoro” y “pudor” para evitar ser vistas como un objeto de deseo sexual o un simple producto de consumo.

¡Ni para qué lo hizo! Sin necesidad de ser clarividente, intuí de inmediato que esas declaraciones, independientemente de que se proclamaran a modo de mandato celestial o simple recomendación humana, iban a causar revuelo entre los sectores más feministas y liberales de nuestra machista sociedad.

El problema fue que Monseñor Francisco Ulloa, no dudo que con buena intención y fiel a sus convicciones pastorales, tocó un tema álgido que, para muchos, se circunscribe al plano ético – moral de cada persona, sujeta a su libre albedrío y a su propia escala de valores, no siempre compartida por la mayoría. ¿Quién determina que es vestir con decoro y pudor? He ahí el punto.

Si hubiese hablado de la necesidad de frenar la violencia o combatir la pobreza, a lo mejor nadie hubiera chistado, aunque sin duda eso es más urgente y necesario que poner a todas las mujeres a vestir como monjas en novena. Pero en el afán de algunas religiones de meterse hasta entre las cobijas de sus fieles, Monseñor Ulloa no midió sus palabras y ¡zas!, armó un alboroto de Padre y Señor mío. Si las mujeres no dejan que ni sus propios padres les digan cómo vestir, muchos menos otro señor, que si bien es Padre también, no creo que sepa mucho de moda femenina.

Incluso hasta en las homilías, y más si se trataba de una seguida por miles de personas, como la del pasado 2 de agosto, a veces hace falta tener junto a la biblia un manual de buena comunicación o al menos un asesor en la materia. Independientemente del desliz o falta de cálculo del prelado, aunque nos hubiera mandado a todos a enfundarnos en hábito o sotana, nada justifica la reacción de algunos manifestantes que, armados con pancartas, consignas y gritos, todos bien pasaditos de tono, no sólo se sacudieron de las manifestaciones del obispo, sino que de paso –y he ahí lo más grave- ofendieron profundamente la sensibilidad del pueblo católico nacional. Porque eso de que pongan una imagen de la Negrita en vestido de baño y que una mujer desnuda se tire al suelo con un rosario en la boca, no se lo habíamos visto ni a Linda Blair en el Exorcista. Irrespetar lo sagrado y caer en la blasfemia ya es, más bien fomentar lo que precisamente se supone que adversa la marcha: la violencia. ¡Vaya contradicción!

Está bien estar en contra de algunos lineamientos religiosos, yo en ocasiones, lo he estado; no hay nada de malo de discernir, aunque sea en asuntos donde en apariencia todo se rige bajo el veredicto indiscutible de la fe que no da espacio a la apelación de los simples mortales. La religión, al ser regida por hombres y mujeres, imperfectos y pecadores, así  como usted o como yo, está sujeta a fallas que obligan a mantener un sano espíritu de autocrítica capaz de reconocer yerros y rectificarlos a tiempo. “La religión es imperfecta, pero solamente porque el hombre también lo es, todos, incluido un servidor”, dice con humildad el Cardenal Strauss, al final de la película Ángeles y Demonios.  Pero precisamente esas imperfecciones son las que se corrigen con una actitud receptiva, empática y abierta al cambio, jamás a punta de gritos y ataques que no dejan escuchar los argumentos.

Lo más grave es que en todo esto no hubo vencedores ni vencidos; unos se cierran más al diálogo, y otros, demuestran su enconada intolerancia a todo lo que huela a santos e incienso. Creyentes o no, hay algo que va más allá de una simple discusión sobre el largo de una minifalda,  se llama respeto mutuo… y eso hasta las putas lo saben.