Nunca he sido de desayunar pesado. A lo más que había llegado es a un trozo de salchichón junto al gallo pinto y el huevo. Pero de eso a comerme un bistec con el jugo de la mañana nunca había sido del agrado mío ni de mi estómago.
Como bien dicen, siempre hay una primera vez. Y a mí me llegó el pasado fin de semana, cuando me enfrenté a un verdadero desayuno para campeones, como diría un amigo. Con motivo de las fiestas populares, celebradas en mi segundo hogar, el pueblo de Pozo Azul de Abangares, participé, como espectador y degustador, del tradicional asado de carne para la recepción de los participantes de uno de los mejores topes de Guanacaste.
Es un ritual tan curioso como imprescindible para garantizar que ningún jinete sucumba por inanición ante el abrasador sol guanacasteco. Nada que unos buenos cortes no puedan resolver. Una típica y sabrosa opción para llenar de energía –y algo más- a los cientos de hambrientos caballistas y sus respectivos acompañantes.
Así se inicia…
Lograrlo no es tarea fácil. Todo inicia las semanas previas con los preparativos para la llegada del esperado día. Desde la búsqueda de patrocinios y adquisición de los cerdos hasta la coordinación de la mano de obra y el alistado de las enormes parrillas artesanales hechas a base de varilla, láminas, estañones y alambre, que, en la práctica, no tienen nada que envidiarles a los equipos culinarios más sofisticados.
La mente maestra detrás de esto es mi tío, David Villalobos, quien desde hace ocho años se encarga de mantener a los caballistas bien alentados. Al principio, delegaba la ardua labor, pero en las últimas ediciones, ha preferido asumirla él personalmente para evitar chascos que atenten contra el sabor y calidad del producto final.
Por fortuna tiene el apoyo de su hijo, David, y un comprometido staff de parrilleros –Pepe, Manuel, Kevin y Minor- quienes, con el despuntar del alba, llegan hasta el patio de su casa para iniciar la carnívora faena que, fieles a la costumbre, los convoca el último domingo de enero de cada año. Ante ellos tienen casi 150 kilos de carne de cerdo y 60 de tocino para alimentar hasta 500 fiesteros procedentes de diversas zonas de la provincia y otras más lejanas. Un reto digno de los más avezados especialistas en el arte de la manipulación y cocción cárnica.
Por segundo año consecutivo, fui testigo del proceso y la verdad es que es un show que no sólo satisface el cuerpo sino también alegra el espíritu, con las risas, ocurrencias y tonteras –algunas imposible de reproducir en este espacio- que, al igual que la sala BBQ de la carne, sazonan la extenuante y calurosa jornada de cuatro horas de trabajo.
Un rato muy ameno
En medio de las columnas de humo que se entremezclan con los primeros rayos del sol de una cálida mañana y los irresistibles olores de los primeros filetes, se observan las pilas de leña, las torres de cajas repletas de los más variados y deliciosos cortes, pinzas hechizas para darles vuelta, hieleras para almacenarla y transportarla una vez cocida, entre otras herramientas que forman parte de la improvisada cocina de piso de tierra.
Más allá del profesionalismo y seriedad con que siempre sacan la tarea, llama la atención el ambiente cordial y la buena vibra que se respira en el lugar, haciendo el rato mucho más ameno y agradable. “Esta vez empezamos más temprano para terminar rápido e ir a ver a Jecsinior Jara”, dice Manuel, arrancando las primeras bromas del día.
Otros, en su lugar, se sentirían estresados y presionados ante la responsabilidad de complacer tantos paladares exigentes sin provocar una intoxicación masiva. Ellos no. O al menos lo disimulan muy bien, al calor de los tragos, y por supuesto, la degustación obligada de la carne que están preparando. Ya saben ustedes, mero control de calidad.
Aunque algunos como Minor, el más veterano del grupo, como que se lo toma muy en serio o tiene mucha hambre porque dicen que lo vieron abotagado en más de una ocasión. “¿Usted vino a comer o a trabajar?”, lo increpa su compañero. Suelta una risa y sigue en lo suyo. Ni hablar puede, no se sabe si por exceso de chuletas o de cervezas. Yo diría que por ambas.
“Diay, póngase a bretear o le echo a Christian”, le gritan, en son de broma. “Écheme a ese hijuetal…”, le responde, ya envalentonado y con ojos de perra envenenada, según lo describió Pepe, el más aplicado de los cuatro. “O viejo cabrón, lo vamos a mandar al asilo”, se oye por allá. Gritos, risas y un puro vacilón al mejor estilo guanacasteco.
Listo el menú «light»
Son pasadas las 10 a.m. y ya la tripa empieza a sonar. Cualquier humano promedio pensaría que es la hora de un aperitivo saludable, a base de frutas, cereales y pan tostado. ¡Qué va! Aquello era la peor pesadilla de un vegetariano. Costilla, pinchos, chuleta, falda, huesitos, y para terminarla de hacer, a falta de café y avena, había birras y sendas botellas de J&B y Cacique. O sea… un menú carga pesada marca diablo, apto solo para estómagos todo terreno, blindados contra la agrura, acidez, retortijones y cargos de conciencia.
Al final, contraviniendo consejos básicos nutricionales, no me quedó más remedio –sacrificado que es uno- que unirme al festín carnívoro. Imposible jugar de sano entre esos jugosos, dorados y humeantes pedazos de carne asada que despiertan el apetito hasta del más comedido comensal. ¡A la mano de Dios! Lo peor que me puede pasar es que tenga que salir en carrera por una botella de Pepto-Bismol o un par de Alka Seltzer Extremas.
Por suerte no hubo necesidad y una semana después acá estoy, tal vez con unas libritas de más, pero feliz de contar la historia de uno de los desayunos más “light” y pintorescos que he degustado en mi vida. En definitiva, de lo mejor que he probado. Que lo diga el tropel de caballistas presentes y los pocos privilegiados que tuvimos el honor de comer carnita “pura calidad” recién salida de la parrilla.
¿Se le antoja? Véngase el próximo año a las fiestas de mi bello pueblo, Pozo Azul de Abangares, y lo comprueba. Allí lo recibirán con unos buenos gallos, sin importar la hora que sea. ¡Buen provecho, valiente!