No fueron 19 días y 500 noches, como en el clásico de Joaquín Sabina. Ya quisiera; a lo sumo, cuatro días y tres noches para lo que alcanzaron las vacaciones y el presupuesto. Sin embargo, fue tiempo suficiente para ser testigos de la majestuosidad y elegancia de nuestros acompañantes de travesía.

Como celosos vigilantes, no había lugar al que fuéramos sin sentir su intimidante mirada y presencia. Velando nuestro sueño en las madrugadas o midiendo de cerca nuestros movimientos durante las tardes, ahí estaban ellos, imponentes, gigantes, portentosos, como queriendo penetrar el cielo con su cabeza humeante.

A ratos, una densa neblina los borraba del horizonte, pero, visibles o no, nunca renunciaban a su trabajo ni descansaban; por el contrario, siempre al pie del cañón -o del lago, más bien-, capturando las miradas y fotografías de nosotros y de las miles de personas que los observan desde abajo, rendidos ante su icónica estampa -literalmente- volcánica.

Me refiero a ese maravilloso tridente de colosos que, como siempre, lució sus mejores galas y faldas durante una reciente visita familiar al bello municipio de Panajachel, en el Departamento de Sololá, en la región suroccidental de Guatemala.

El mayor y más representativo atractivo de la zona, junto a su ambiente multicultural y relajado, es ese trío de volcanes que, como dioses mayas, custodian sus dominios desde lo alto, a la vera del lago más hermoso del mundo (como lo bautizó el escritor inglés, Aldous Huxley): el Atitlán.

Título que da nombre también a uno de los conos que enaltecen el paisaje. Los otros dos se llaman San Pedro y Tolimán, que en idioma kaqchikel significa “lugar de esculturas”. Muy bonito y todo, pero, quién, en su sano juicio, va a pasear a un lugar rodeado de tres amenazas latentes de la naturaleza, se estará preguntando más de un aprensivo. Permítame contarle que solo el Atitlán se encuentra activo (su última erupción data de mediados del siglo XIX), mientras que los otros dos duermen el plácido sueño de los justos.

Así que, descartado el riesgo, déjeme decirle que todavía está a tiempo de visitar Panajachel -lugar de matasanos- y sus impresionantes parajes naturales. De mi parte, la última vez que lo hice fue hace más de 20 años, también junto a familiares, con quienes me adentré en los mágicos encantos de Santiago Atitlán, un pueblo de profunda herencia cultural maya, conocido por los huipiles confeccionados por las mujeres locales y la iglesia de Santiago Apóstol, que data del siglo XVI, uno de sus grandes patrimonios arquitectónicos y espirituales.

Un pueblo colorido y vibrante

Pero como hay tanto que apreciar y recorrer en “Pana”, aparte de la tradicional calle Santander, con sus muestras de artesanías y gastronomía local (que, por supuesto, no podía faltar en el itinerario), esta vez nos quedamos, ya no en el Porta Hotel del Lago (antiguo Barceló), sino en un cómodo y estratégico apartamento, ubicado en el pueblo de Santa Catarina Palopó, para una experiencia más autóctona y acogedora.

Tras un viaje de casi tres horas, entre densas montañas y valles verdes que se entrelazan con la carretera serpenteante, llegamos a este pueblito, pequeño en tamaño, pero rico en tradiciones milenarias. Como un digno representante de lo mejor del corazón del mundo maya, es un lugar vibrante, que transpira color, alegría y cultura por donde quiera que se le mira.

Murales decorando las fachadas de las casas y comercios, tiras de papel multicolor entrecruzando la plazoleta empedrada, a un costado de la iglesia en honor a Santa Catarina de Alejandría; canastas volteadas suspendidas en el aire, que observan a vista de pájaro el transitar de los turistas por la ruta del textil y de las artesanías. Toda una explosión de estímulos visuales, en una suerte de pueblo arcoíris que embriaga los sentidos de propios y extraños.

Un jugoso entremés de lo que nos esperaba, cuando al día siguiente, a bordo de la lancha “Chinita”, surcamos el lago para enrumbarnos hacia otros pueblos vecinos, igual o más llamativos que el que nos sirvió de anfitrión.

Tour de los Santos La Laguna

Con todo y nuestra perrita “Nala” a cuestas, hicimos el tour de los santos por los alrededores del lago. La primera parada fue en San Juan La Laguna, un pueblo tranquilo y pintoresco, conocido por su enfoque en el arte y la cultura indígena. A nuestro arribo, una guía, enfundada en su traje típico, nos da la bienvenida, conduciéndonos a las entrañas del pueblo, donde disfrutamos del tour del café, el textil y el cacao, así como del talento de los artistas locales, como Antonio Coche y su esposa Angelina Kik, dos maestros de la pintura al óleo que han inculcado el amor al arte a las nuevas generaciones.

De regreso a la lancha, luego de hacer algunas compras de souvenirs, el capitán del barco nos lleva a donde el segundo discípulo: San Pedro La Laguna, otro colorido pueblo, con un ambiente más bohemio y festivo que atrae a jóvenes viajeros y mochileros amantes de la vida nocturna. Tras una parada en un bar local, para tomar un aperitivo y recargar energías, seguimos nuestro viacrucis hacia el tercer y final destino: San Marcos.

Este es todo lo contrario de su colega, San Pedro. Ubicado a la orilla noroeste del Lago, es un destino mucho más tranquilo y relajado, apto para aquellos que buscan una experiencia más espiritual, con meditación, yoga y demás prácticas de bienestar. También es conocido por sus senderos alrededor del lago, hermosos jardines, espacios verdes y su Roca Sagrada, un lugar ceremonial utilizado por los mayas.

Nos quedaron otros destinos por visitar, como Santa Cruz y Jaibalito (un rincón inhóspito donde ni siquiera entra el internet), pero ya el tiempo apremiaba y la tripa tronaba, por lo que optamos por volver a nuestro centro de operaciones en Santa Catalina para degustar de una rica parrillada, contemplando el atardecer y escuchando cánticos de alabanza de fondo, provenientes de una bulliciosa iglesia evangélica cercana (no todo podía ser perfecto).

Como quien queda con ganas de más aventura, cierro el día con una visita relámpago al Museo de Santa Catarina Palopó, para conocer un poco más de la historia y maravillas de una zona que, desde ahora, se convierte en uno de mis destinos preferidos de los muchos que engalanan mi bella Guatemala, mi querida segunda patria.

Como decía un rótulo que vi en una tienda a la salida de “Pana”, el domingo por la tarde, y al cual le doy toda la razón, “Salud, pues, por el lago más hermoso del mundo”. ¡De plano, vos!