El tiempo es relativo. No es lo mismo 60 segundos degustando tu platillo favorito que haciendo abdominales para quemar las calorías consumidas. ¿Pero, qué pasa cuando el tiempo se extiende a cinco minutos y te enfrentas a un reto con respecto al cual la comida, el ejercicio y muchas actividades más se tornan en nimiedad?
Si hablar en público es difícil, hacer reír es doblemente complicado. Por algo dicen que es uno de los oficios más serios que existen. En un contexto donde pareciera haber más motivos para llorar, arrancar carcajadas es un reto monumental para cualquier comediante, sea novato o curtido en la materia.
Y el asunto se torna mucho más peliagudo si hay que hacerlo sobre un escenario, encandilado con poderosos reflectores, cámaras captando cada movimiento y frente a 150 personas viéndote in situ y otro montón más siguiéndote por televisión nacional. Como decía mi abuela, eso no es comida de trompudos. Es un acto reservado solo para valientes con nervios de acero, estómago de hierro y un poco de locura, mezclado con tendencias masoquistas.
A grandes rasgos, eso fue lo que experimentamos las 40 personas seleccionadas para participar en el programa humorístico La Dulce Vida, de Repretel, Canal 6. Y como si hubiera sido poco, 16 de ellos se preparan para seguirlo enfrentando, en proporciones mayores, esta vez en semifinales, de cara a la elección del nuevo mejor humorista de Costa Rica. A todos ellos, mis mejores deseos y felicidades.
Pero no es el objeto de este artículo debatir sobre mis favoritos (que los tengo) ni de las oportunidades de mejora del programa (que también las tengo), sino más bien hacer hincapié en un rasgo en común que, a mucha honra, nos ha distinguido a todos los participantes a lo largo de la competencia.
Lidiando con el estrés
Más allá del indiscutible talento exhibido por cada uno en su faceta de humorista, imitador, personaje o cuentachistes, me llamó la atención la altura y profesionalismo con que cada uno asumió el reto, con un valor y una entereza emocional a prueba de balas, burlas y críticas, fueran estas constructivas, destructivas o despiadadas.
Y es que, señores (tono Hernán Medford), pararse ahí cinco eternos e inmisericordes minutos -cuatro de rutina y uno de zarpe- no es jugando. Repito, no es jugando. Como bien nos lo advirtió, desde un principio, mi amigo y mentor, Norval Calvo: “Prepárense porque es un estrés del carajo”. Estar detrás del escenario a la espera de la cuenta regresiva y del grito: “Suena el risómetro” son torrentes de tensión y adrenalina pura.
Para quienes ya acumulan recorrido sobre las tablas puede resultar más fácil –aunque el cosquilleo previo nunca desaparece- pero para los menos duchos en las artes escénicas no dejó de representar una verdadera prueba de resistencia y coraje, tal vez más psicológica que artística.
Como lo he dicho mil veces, uno puede ser la reencarnación de Tres Patines o de Chespirito, pero si no sabe administrar las emociones y la ansiedad del momento, se lo lleva la trampa. Así de cruel es esto. De ahí que, con el afán de evitar el papelón, cada uno de nosotros tenía su propio ritual anti estrés. Procurando no caer en infidencias, me limitaré a decir que había quienes caminaban sin cesar como león de zoológico, otro por allá hablaba solo frente al espejo y yo, por ejemplo, hacía ejercicios de respiración y escuchaba música relajante al mejor estilo de monje budista del Himalaya.
Como dicen, cada quien mata las pulgas –y los nervios- a su gusto y discreción. En lo que sí todos coincidíamos era en el privilegio de ser parte de un proyecto de tal envergadura y renombre como La Dulce Vida. Estar atrás del escenario era igual o más emocionante que estar sobre él. Ser testigo del correcorre de la Producción, escuchar las indicaciones previas, pasar por la sesión de maquillaje, coincidir en bastidores con referentes del humor o la actuación –, Franklin Vargas, Mino Padilla, Thelma Darkins, entre otros-, vacilar y desearnos mucha mierda antes de salir a escena –suerte es una mala palabra en ese mundo-, ver a los invitados ocupando las butacas… “15 minutos y vamos al aire”, 10, 5, 4… Sin palabras.
No todo es risa
Como acertadamente lo calificaron algunos de mis compañeros, es un sueño hecho realidad y una experiencia gratificante que marca de por vida, con todo y sus virtudes y defectos. Porque no crean que por ser un programa de humor siempre se pasa en un puro jolgorio. También hay sobresaltos, enojos, lágrimas, desacuerdos y hasta ganas de dejar todo botado después de algún error, un comentario punzante de un juez, las críticas mordaces en redes sociales –lo que más abunda- o simplemente porque las cosas no salieron como se deseaba.
Es normal y hasta necesario en cualquier competencia. Es el precio del crecimiento. Lo que sí no se vale es pasar de la risa, al insulto, a la burla o al ataque personal, una práctica cada vez más común en estos tiempos de hiperconexión. Las críticas constructivas son bienvenidas, pero si de algo pude darme cuenta, viendo las reacciones de la gente en redes, es que estas son minoría, pero lamentablemente propaladas por una mayoría que, a mi juicio, ignora por completo lo que significa estar sobre un escenario siendo el centro de atención.
Ojalá solo fueran los cinco minutos en escena y listo. No, qué va. Detrás de eso hay horas de preparación, ensayo, práctica, disciplina, compromiso, autocrítica y arduo trabajo. Todas, virtudes indispensables para ser exitosos en el humor o en cualquier campo en el que nos desenvolvamos. Muchos no lo ven así y prefieren proyectar su envida y propias limitaciones a través de la salida fácil: desmeritando el esfuerzo ajeno. Ya los quisiera ver en el papel de concursantes, aunque sea en el zarpe.
Por no dejarse opacar por las críticas y por ser ejemplo de valentía, resiliencia y superación, mi admiración sincera para los 40 talentosos participantes. Del programa no solo me llevo el reconocimiento masivo de propios y extraños, así como la oportunidad de haber duplicado las suscripciones a mi canal de YouTube –JR Imitaciones- en cuestión de horas, sino grandes lecciones, anécdotas y amistades. Y eso es algo que ni el dinero ni un carro último modelo me podrán pagar.
Juntos, demostramos que no hace falta quedar de primeros para ser ganadores. La Dulce Vida y la vida misma ya nos premió con creces. ¡Adelante, guerreros del humor! Muchas risas nos esperan.
QUE PROGRAMA MAS REMALO PERO REMALO. TENIA QUE SER REPRETEL PARA QUE HAGA UN PROGRAMA TAN SINGRACIA
Gracias María por su comentario. Muy respetable su opinión. Coincido en que el programa tiene varias oportunidades de mejora. Sin embargo, mi artículo, más allá de calificarlo, va dirigido a destacar el talento y valentía de los participantes. Independientemente de que el programa sea bueno o malo -lo cual es relativo y muy subjetivo-, creo que la mayoría coincidimos en que no es fácil pararse en un escenario y salir en TV nacional. Saludos.