A casi tres semanas de que las balas silenciaran su pródiga voz, el mundo sigue de luto y lo estará por siempre. Es una pérdida irreparable para la humanidad. Las lágrimas se secan pero rebrotan al sonar de una guitarra que recuerda las tonadas con las que le cantó al amor, a la paz, a la felicidad… En una cruel antítesis del destino, el odio y la violencia, las que tanto repudió hasta la saciedad en sus versos, le arrebataron lo que tanto defendió hasta el último de sus días: la vida.

Su cruzada en pro del respeto y la comprensión mutua, a pesar de las inevitables diferencias, no fue suficiente para frenar la encrucijada de barbarie que asola no sólo a Guatemala  sino al mundo entero. Queda en manos de quienes le sobrevivimos y le admiramos culminar la tarea que nos dejó plasmada en cada uno de esas recordadas frases que lo inmortalizaron.

Escucharlo era emprender un vertiginoso viaje sin regreso a través del amplio espectro de sentimientos encontrados que puede albergar el corazón humano. Sentado sobre una silla solitaria en el escenario, cobijado por una luz tenue, bastón a un lado y guitarra en mano, contemplaba al público a través de sus inseparables anteojos de aros prominentes y tomaba el micrófono para desplegar un infinito repertorio de anécdotas e historias que transportaban de la risa a la reflexión, de la indiferencia al compromiso, del asombro a la comprensión, de la preocupación a la esperanza.

A pesar de los años, su lucidez, inteligencia, fina ironía y sentido del humor, permanecían inalterables, como el primer día que decidió convertirse en un trotamundos incansable, con un poder de oratoria sobrecogedor del que muchos fueron testigos a lo largo de su peregrinaje por los múltiples escenarios que pisó durante su brillante trayectoria de trovador viajero. Reconforta saber que murió haciendo lo que más le gustaba: cantar y aleccionar. Murió como un mártir de la libertad y la felicidad; cayó víctima del crimen organizado, de la inexorable pérdida de valores y de la descomposición social que prolifera como epidemia incurable. Hasta el último latido de su corazón, siempre dispuesto a alegrar el de los demás, le sacó el jugo a la vida. “Creo que no me hace falta nada por vivir”, dijo poco antes de fallecer.

Nació en Argentina pero vivió en todo el mundo, buscando su sello de identidad: la felicidad. No era de aquí ni de allá, sino de todas partes. Un auténtico embajador universal de los más altos valores humanos hechos poesía. Un digno representante de la cultura de la paz, un abanderado del amor, el respeto y la tolerancia. Su vida fue una búsqueda incesante de un anhelo utópico de paz, mientras que su muerte, un triste despertar a la cruda realidad de este mundo actual. Lo lloraron en toda América; desde el Río Bravo hasta la Patagonia, sufrimos por la pérdida de un grande del arte, la cultura y la música, aunque él siempre nos recordaba que llorar por la muerte es faltarle el respeto a la vida.

Fiel a su naturaleza aventurera, amante de la libertad, fue un cantautor que no conoció de fronteras, ni de credos políticos ni de dogmas religiosos. Lo suyo no era lo material, sino lo espiritual, aquello que trasciende y edifica, no lo accesorio que nos obnubila y nos aleja de lo esencial. Su pasión: compartir con la humanidad su amor por la vida; sus mentores: Ghandi, Jesucristo, la Madre Teresa, a la que por cierto le dedicó las más bellas prosas que he escuchado. Le cantaba al mendigo, al rico, al negro, al blanco, al trabajador y al patrón “que pensaba que el pobre era yo”.

A través de sus cánticos, sus monólogos, sus vivencias y frases célebres, plagadas de profundo significado y verdades irrefutables, nos brindó inspiradoras enseñanzas que lo convirtieron en faro en medio de la tempestad, en guía para sortear las adversidades, como las que él mismo enfrentó, cuando siendo un niño debió ingeniárselas para sobrevivir, no pidiendo limosna, sino trabajo para su madre, de quien dice recibió los más preciados regalos: la vida y la libertad para vivirla, “de instante en instante” porque se trata de un camino y no de un destino.

Más que un cantautor argentino, era un filósofo, un motivador por excelencia, un psicólogo empírico, un orador nato, un líder universal que nos recuerda que “no estamos deprimidos sino distraídos”. Eso y mucho más era Facundo Cabral, un amante de la vida al que ni la muerte pudo arrebatarle su gusto por ella, pues aunque se nos adelantó, su invaluable legado hace que esté más vivo que nunca entre quienes le seguiremos admirando, aquí, allá y en todas partes. ¡Gracias, maestro!