Nunca he sido “amigo” de los tumultos. Y no es por ser antisocial ni sapance. Creo que es más por cierta sensación de claustrofobia que prefiero evitar, aunque no siempre lo consiga. Soy consciente de que para lograrlo a un 100% debería autoimponerme una especie de arresto domiciliario que tampoco me hace mucha gracia. Así que, con el tiempo y un poco de entrenamiento mental, he aprendido a lidiar con las masas con tal de no privarme de ciertas aficiones como disfrutar de un concierto, una clase de baile al aire libre, un partido de Saprissa… o la romería.
Hace rato que no hacía la caminata a Cartago. No tanto por falta de fe como por exceso de cautela ante las aglomeraciones y los riesgos que estos conllevan. Para serles sinceros, en mi vida la he hechos dos veces, de las cuales solo una cuenta, porque la primera fue más por obligación que por iniciativa propia. Fue en el año 2005, cuando, siendo un novel periodista del extinto periódico Al Día, me asignaron cubrir la marcha de los romeros de Tilarán. Aunque no pude realizar el recorrido completo de 220 kilómetros –las horas de cierre del diario me lo impedían- pensé que el caminar gran parte del trayecto, sufriendo junto a ellos los vejámenes del frío, los traileros imprudentes y las ampollas en los pies, era motivo suficiente para que la Virgencita se compadeciera de mí y me librara de tener que volverla a hacer por un largo tiempo.
Bueno, al parecer, la dispensa divina otorgada no era vitalicia y, por lo tanto, movido por una situación familiar difícil que enfrentamos el año pasado, me calcé los tenis para emprender una nueva caminata rumbo a Cartago, esta vez junto a mi hermana y un grupo de amigos. Armados con ropa cómoda, hidratante, unas cuantas barras energéticas y una ligera mochila –que allá por la Vuelta del Fierro no lo era tanto- salimos del Mall San Pedro, como a las 8 p.m. del pasado jueves 1 de agosto.
Gajes de la caminata
Al principio, todo iba muy bien. Caminábamos en un puro “relax.” Tranquilos, sonrientes y afables. En medio de un ambiente distendido y como parte de una nutrida columna de romeros, avanzábamos a nuestro ansiado encuentro con La Negrita hasta donde llevaríamos nuestras peticiones, agradecimientos e intercesiones.
A nuestra llegada al cruce de La Galera, en Curridabat, con escasos cinco kilómetros a cuestas, apenas si calentábamos. “Les falta más de la mitad”, nos recuerda un mensaje “de aliento” de mi papá. El número de romeros aumentaba vertiginosamente, al mismo ritmo que el de los vendedores ambulantes a la vera del camino, quienes –literalmente- hacían su “agosto” a punta de mamones chinos, jocotes, pinchos, cajetas, frescos naturales, pan casero y cuanto alimento o tiliche hubiera.
La variedad de mercancías casi que competía con la diversidad de romeros. Niños, jóvenes, adultos, adultos mayores… todos, en familia, entre amigos o en solitario. Sin distingos de ningún tipo –económico, racial, político, sexual o deportivo-, marchábamos juntos, con fe y devoción, en una muestra del efecto de aglutinación social que representa la romería.
Con la mirada puesta en la meta y no tanto en la distancia que nos separa de ella (flaco favor se hace uno obsesionándose, cual Burro de Shrek camino al Reino de Muy Lejano, con las inoportunas preguntas de “si falta mucho” o “a qué hora llegamos”), honro el consejo de Serrat y sigo haciendo camino al andar, con mi vista hacia adelante y lo extrapolo a la actitud con que debemos asumir la vida –siempre mirar al frente sin importar el pasado ni las dificultades que aparezcan.
A nuestra llegada a Tres Ríos, empiezo a sentir las primeras señales de fatiga –tensión en las piernas y dolor en las plantas de los pies. Veo a mis acompañantes y su silencio sepulcral me da a entender que no soy el único. “Vamos, el dolor no existe, es solo mental”, les animo, provocando algunas sonrisas de consuelo.
Rezos, cantos, silencio…
Un rótulo a la orilla de la calle nos advierte que faltan 13 kilómetros. Como tratando de ignorarlo, sigo jugando al buen observador –a decir verdad, aparte de eso no hay mucho más que hacer. Alterno la mirada entre los rostros desconocidos que me acompañan. Casi nadie quiere o puede hablar. No pasamos de una sonrisa, un gesto amable o un comentario fortuito sobre el clima o el cansancio.
Algunos optan por escuchar música, rezar el rosario o entonar algunos cánticos de alabanza. Otros, quizás la gran mayoría, prefiere simplemente caminar y caminar como si su vida dependiera de ello. Ensimismados, callados, absortos en sus pensamientos y tratando de divisar a lo lejos la cúpula iluminada de la Basílica que les devuelva la fuerza para la recta final. Los más osados y con mejor condición física casi que trotan, esquivando en zigzag al resto de lerdos mortales. “Tranquilos, que la Virgen no se les va a ir”, me dan ganas de decirles. Y los más carajillos, en medio del frío de Ochomogo, hacen una carrera a ver quién llega primero. (¡Oh juventud, divino tesoro!).
Queda demostrado que en la romería no solo se ve todo tipo de gente sino también de motivaciones para participar, desde las más loables como un acto de auténtico fervor religioso, pasando por las menos “santas” pero igualmente válidas como hacer ejercicio, reencontrarse con los amigos, distraerse o pasear y finalizando con las más detestables como hurtar o asaltar. En definitiva, nunca calzó mejor aquello de que “de todo hay en la viña del Señor”.
En todo caso, prefiero quedarme con el ejemplo de Kenya Vargas, quien viajó desde Coronado por la sanación de su hijo Ian, de 5 años, postrado en una silla de ruedas, tras ser víctima de un atropello. O el de doña Ana y su esposo don Herlindo, que caminaron en rogación por salud y agradecimiento por su matrimonio de 45 años.
Pidamos a Dios y a La Negrita que ese mismo sentido de unión y hermandad que ellos y miles de romeros más demostramos este 1 y 2 de agosto lo utilicemos para enfrentar nuestros gruesos desafíos en los diversos campos del quehacer cotidiano. Si la fe mueve montañas, estoy seguro que también puede mover conciencias y voluntades para convertirnos en una mejor nación. Amén.