La primera vez que lo vi en “Mi Pobre Angelito 2” no sabía quién era. Si no me lo aclaran, perfectamente pudo pasar frente a mis ojos sin pena ni gloria como un simple y prescindible actor secundario más.

Años más tarde, tuve una relación menos efímera con él cuando comencé a verlo más seguido en otras películas, documentales y hasta en portadas de libro de negocios, junto al empresario, conferencista y gurú en finanzas, Robert Kiyosaki.

Digamos que, en aquel momento, nada malo podía pensar –todo lo contrario- de un hombre que publicaba obras de superación personal y profesional en coautoría con uno de mis escritores favoritos de educación financiera.

Sin embargo, con el paso del tiempo, me resultaba cada vez más difícil creer que el empresario exitoso que, sobre el papel plasmaba valiosos consejos de emprendimiento, riqueza y prosperidad, fuera el mismo que compitió por la Presidencia de Estados Unidos, en 2016.

En ese momento, en plena campaña electoral, fue cuando me percaté que ni en la vida ni en los bestsellers todo lo que brilla es oro. Detrás de aquel hombre de traje entero y rostro circunspecto en los libros, privilegiado con el toque de Midas (como se titula otra de sus obras) había una especie de Mr. Hyde que empezaba a dar señales de que algo no andaba bien en su particular psicología.

Luego de ser testigo de sus primeros arrebatos de ira, ofensas, mentiras y polémicas, advertí, en un artículo de aquel entonces, sobre los graves peligros de que un personaje gigante en dinero, pero ínfimo en cordura e inteligencia emocional, llegara a gobernar la súper potencia del norte.

Mis peores temores se confirmaron y acá estamos, cuatro años después, viendo a este lastimero señor –que hasta pena me da nombrarlo- negándose a reconocer el resultado de una elección en la que claramente fue derrotado, pese a su injustificada insistencia en fraudes imaginarios que solo existen dentro de su cabeza de cabellera e ideas alborotadas.

Una de sus últimas y desesperadas movidas, tuvo lugar horas después de que el Colegio Electoral ratificara los resultados y él, en otro de sus delirantes exabruptos, sacó a relucir, por enésima vez, su infundada cantaleta y, de paso, desacreditar hasta a la misma Corte Suprema de Justicia, otrora último bastión de su causa perdida.

¡Qué tristeza! En lo que puede convertirse alguien carente de los escrúpulos y principios rectores para conducirse con cierto decoro por la vida… y por la Casa Blanca, la cual se niega a desocupar, imponiendo toda suerte de trabas a su sucesor en aras de una fluida y democrática transición, tal y como lo dicta el protocolo y las normas de cortesía propias de su investidura.

A falta de pruebas y argumentos sobre un fantasioso amaño, lanza todo tipo de acusaciones, recriminaciones y alegatos contra el presidente electo, la prensa (“no me hables así, soy el presidente”, le espetó a un periodista), la oposición, las autoridades judiciales y todo aquel que ose desmarcarse de sus berrinches demenciales de mal perdedor. Mientras tanto, cada vez luce más solo y exasperado. En buena hora que así sea. Que se imponga la institucionalidad democrática de un país frente a sus desvaríos autoritarios.

Su orgullo imperial, tan alto como la torre que lleva su nombre en New York, le han endilgado un daño tremendo a Estados Unidos y a la región entera. En cuestión de un mes ha mancillado y manchado como ningún otro presidente en la historia reciente, 250 años de tradición democrática-republicana. ¡Ay Jefferson y Lincoln, perdónenlo porque no sabe lo que hace y menos lo que dice!

No es objeto de estas líneas entrar a analizar su gestión. Su legado como gobernante se encargará de juzgarlo la historia y la política… o la psiquiatría. Lo que me interesa destacar más allá de sus aciertos y yerros (claramente evidentes en el manejo de la pandemia) son las valiosas lecciones que nos dio con su mal ejemplo.

En primer lugar y lo más importante es que para uno ser un buen político, empresario, trabajador, artista o lo que sea, se debe empezar por lo básico: siendo buena persona. Sin esto, no hay fama ni dinero que valgan. Y Trump nunca lo fue. Se peleaba con medio mundo, vociferaba, ofendía a las minorías, no dejaba hablar, se compraba pleitos innecesarios, defendía lo indefendible. Alguien que se comporta de una forma tan violenta e intolerante, difícilmente merece una reelección y cualquier otro objetivo en la vida.

Es decir, como político, nunca fue bueno; como empresario, siembra dudas (por sus escándalos de millonaria evasión fiscal) y como persona, caso perdido. A otra de las pruebas me remito. A estas alturas no ha demostrado el mínimo señorío de llamar a Biden (o al menos mandarle un WhatsApp) para felicitarlo por su legítimo triunfo. Por el contrario, sigue asustando con la vaina vacía, viendo fantasmas de fraude donde no los hay y recurriendo a toda clase de artimañas para saciar su altanería y afán de protagonismo a costa de la credibilidad y prestigio de un sistema democrático imperfecto pero robusto.

En aras de imponer su lunático criterio pone en riesgo la vida de sus compatriotas seguidores, que, azuzados por su líder supremo, se tiran a la calle en media ola pandémica a ¿manifestarse?, exponiendo su salud e integridad física, en los cruentos enfrentamientos con las fuerzas policiales y bandos rivales. Las dantescas escenas recientes en Washington son un claro reflejo de que lo mejor que le puede pasar a Estados Unidos y el mundo es que llegue el 20 de enero, aunque haya que sacarlo como en el meme: arrastrado con todo y escritorio.

A lo que nos puede llevar un narcisismo desmedido, rayando casi en la psicopatía. Todo un caso de estudio para los expertos en psicología humana y una cruel advertencia de lo que nos puede ocurrir si le abrimos la puerta a indeseables personajes que quieren ocupar la Presidencia más por un capricho de la vanidad que por un genuino afán de servicio y patriotismo.

Se acercan las elecciones en Costa Rica. ¿Estamos a tiempo de evitar un Mr. Trump a lo tico?