Doña Cristina, junto a su vecina y gran amiga, mi abuela María Luisa.

Ella era una reina Midas de la cocina. Todo lo que pasaba por sus manos se convertía en oro puro sobre la mesa. En un verdadero manjar único que hacía las delicias de propios y extraños.

Tamal asado, pan de yuca, picadillos, gallina achotada… no había nada que le quedara feo. Tenía un don para la cocina como pocas señoras. Capaz de preparar unas exquisiteces como nunca había probado. Me atrevería a decir, con el perdón de las demás avezadas cocineras del pueblo, que era poseedora de la más fina y privilegiada cuchara de Pozo Azul y alrededores.

¡Qué bárbara para cocinar rico! Ojalá yo pudiera algún día llegar a hacer, aunque sea un huevo duro, con la gracia y sazón que ella les añadía a sus criollas recetas. Bastaba que anunciaran que había mandado algún “bocadito” para que los hambrientos comensales hiciéramos fila para probar su más reciente y deliciosa creación culinaria.

¡Ay, los famosos bocaditos de doña Cristina! Lo único malo que tenían era que se acaban muy rápido, dejándonos a todos con ganas de más. Cada mordisco, era una explosión de sabores en el paladar. De principio a fin, se percibía su talento para cocinar como los dioses, la habilidad para mezclar los ingredientes en su justa medida, pero sobre todo ese toque especial que ella le daba a todo lo que hacía dentro y fuera de la cocina: un amor incondicional.

Estoy seguro que ese era su secreto mejor guardado. Nunca se le veía haciendo algo de mal modo. Cocinar para otros era su máximo deleite, una especie de propósito de vida, una sabrosa manera de agasajar y agradecer la lealtad, la confianza y el respeto que un pueblo entero le profesaba.

¿Quién no probó en las fiestas, en un rezo o en el turno la comida de doña Cristina? Pozoazuleño que se respeta, lo había hecho y hasta repetido.

En sus últimos meses, a rastras y con serios problemas de movilidad, ella estaba ahí, en su humilde cocina, haciendo lo que tanto amaba. No había dolor, enfermedad o cansancio que la detuviera en su sagrada misión de alegrar el corazón –y el estómago- del prójimo. 

“Tome, llévese este bocadito, aunque creo que no me quedó tan rico”, decía en su sencillez y modestia de campesina. Y uno, entre gracioso e incrédulo, salivando con solo el olor.

Aunque la auténtica cocina guanacasteca era una de sus principales pasiones, limitarse a calificarla como una excelente cocinera, es no hacerle justicia a su enorme legado, más allá de los sartenes, ollas y hornos de leña.

Ella fue mucho más que eso. Madre de una nutrida prole, abuela, bisabuela, amiga, vecina, devota de la virgen del Carmen, líder comunal e hija predilecta de su amado Pozo Azul. Junto a doña Isolina (que en paz descanse) y su mejor amiga, mi abuela María Luisa, era de una de las últimas matronas sobrevivientes de esa generación.

De aquellas señoras mayores de antaño, de cabellos platinados, rostros curtidos y surcos en la piel manchada que muestran orgullosas como heridas de guerra. Confesando al mundo, como Pablo Neruda, de que han vivido. Mujeres “empunchadas”, valientes, de carácter fuerte, quizás un poco mandonas, pero como un corazón henchido de gratitud y amor. Dignas exponentes de esa solidaria costumbre rural de anteponer el bienestar ajeno al propio. Para ellas, no hay mayor satisfacción que dar –mucho o poco- sin esperar nada a cambio.

 “¿Cómo está, mi chiquito?”, fue el saludo que me dirigió con su inconfundible voz gruesa, la última vez que la vi en el corredor de su casa. Acompañada de una hija que la cuidaba, irradiaba una ternura, inocencia y serenidad envidiables. Tal vez un poco disminuida físicamente, pero con el don de gente y servicio intactos. Ni siquiera podía caminar y ella ya estaba viendo cómo se las ingeniaba para traernos el bocadito de rigor. ¡Tan bella la señora!

Me parece verla saliendo de la iglesia. Blanquísima como su alma pura y noble, enfundada en su impecable vestido café y sandalias del mismo color, bordón en mano, y su otrora rubia cabellera, brillando como estrella en el firmamento bajo el abrasador sol de la mañana. Derrochando simpatía, afabilidad y bondad en cada palabra que gustosa intercambiaba con todo aquel que se le acercara a saludarla.

¡Cómo la extrañaremos! Desde hace unos días ya no está más entre nosotros, pero su recuerdo, al calor de gratos momentos con sabor a café y tamal, vivirá por siempre, al igual que espero lo hagan sus recetas, en manos de algunos familiares herederos de su virtuosismo gastronómico.

Sin duda, doña Cristina ya había cumplido su misión: dejarnos un buen sabor de boca entre todos quienes tuvimos el honor de conocerle. Es su turno, buena señora, de degustar las delicias de la eternidad. ¡Buen provecho y hasta siempre!