Entrados en el mes de noviembre, ahora sí ya tienen mi permiso. Después de mi último descargo sobre las celebraciones anticipadas de Navidad, creo que ahora sí es momento oportuno, razonable y prudente para iniciar oficialmente la temporada 2024.
De la forma que usted quiera hacerlo: decorando su casa, comiendo tamales o derrochando por adelantado el aguinaldo. Allá cada quien con sus gustos y gastos. Yo, por mi parte, no lo hago con ninguno de los anteriores (al menos no de momento) y opto por dar por inaugurada la época con la más solitaria y sui géneris de las actividades: escribiendo estas modestas líneas con olor a ciprés, mientras escucho villancicos de fondo y… ¡nada más! Porque ni el sol ni los vientos alisios dan aún señales de vida.
Pero si no las escribo ahorita, es probable que ya no lo haga, en virtud de la seguidilla de compromisos que está a punto de engullirnos inexorablemente. Así que, antes de tener que escribir sobre la cuesta de enero y la campaña electoral del 2026, prefiero adelantarme y honrar mi respectiva reflexión de temporada con suficiente antelación, antes que los tamales, el rompope y “La Navidad sin Ti” afecten las neuronas y lucidez mental que demandan el noble acto de la escritura. Así que mejor agarro al reno por los cuernos y ponemos manos a la obra… y al teclado.
Lo que voy a decir es una verdad de Perogrullo, pero no por eso me deja de sorprender. Navidad es la época que más esperamos a lo largo del año y la que más rápido se nos va. Algo así como las hojas de plátano en el Mercado o las cervezas en la fiesta del trabajo. Un día estamos viendo El Chinamo, entre risas y chinaokes, y en un pestañeo, con rostro adusto, sufriendo la Pasión de Cristo.
Quizás, por eso, mi hermana, previsora que es, no había terminado de quitarse su disfraz de Halloween, cuando al día siguiente, 1 de noviembre, ya estaba desempolvando los tiliches navideños y, a hoy, lo único que le falta son los regalos debajo del árbol para tener el apartamento como portada de la revista Hola. Yo mientras tanto, casual, en pijama y aún con las calabazas en la sala, escribiendo mis pendejadas, como dirían los mexicanos.
Sin duda es un claro ejemplo de lo que todos deberíamos acometer en estas fechas (en noviembre, por supuesto, no en agosto ni en septiembre), porque, para nadie es un secreto que, entre más nos adentramos en la recta final del año, más cuesta sacar el tiempo y paciencia para sentarse como pastor en el portal a desenredar las lucecitas, “chainear” las figuritas, armar el arbolito y colgar las bolitas multicolores.
Si no lo hace con tiempo (para los más extremistas, mínimo los primeros días de diciembre) no se extrañe si se ve el 23 de diciembre a las 3 de la mañana buscando el cascanueces que le regaló la suegra o pegándole un brazo a San José con goma loca.
Digamos que nada de lo anterior sucede y logra sobrevivir con decoro y sin despeinarse a la homérica decorada. En ese caso, bien por usted y le felicito. Pero, ¡suave un toque! Tampoco me arroje las campanas de Belén al vuelo. Aparte de que no queremos más adornos rotos, apenas ha cumplido con una pírrica parte del pletórico non-stop de otros compromisos que supone tan linda y desgastante temporada.
Vienen la tamaleada (si es que los hace y no los compra en el Auto Mercado), la compra de regalos, los preparativos de la cena de Navidad, el amigo Secreto y demás eventos decembrinos. De repente, cuando nos damos cuenta, tenemos a nuestro Google Calendar haciéndole competencia al arbolito, lleno de colores por doquier, procurando el milagro de acoplar una infinidad de actividades en limitados e inelásticos espacios temporales de 24 horas (pucha, ¿por qué la Tierra no tarda más en dar una vuelta sobre su propio eje?).
El otro día que, entre los compas de la mejenga, tratábamos de ponernos de acuerdo cuándo hacer la fiesta, lo único que logramos acordar fue que no había acuerdo y que, por lo tanto, se iba a tomar la salomónica decisión de asignar unilateralmente una fecha, hora y lugar… y el que puede llegar, bien y el que no… ¡salado! En el fútbol, como en la democracia, deben regir las mayorías, de lo contario celebraríamos la Navidad allá por el solsticio de verano del 2050, por la tarde… y así, qué chiste.
Todavía si fuera cierto aquello de que en diciembre todos los días son viernes y ninguno lunes, pero como no deja de ser una frase cajonera para justificar los excesos de la época, tampoco le hagamos mucho caso. Ni somos carajillos de 18 como para dormir solo tres horas y ser personas relativamente funcionales al día siguiente, y tampoco podemos poner en pausa nuestras obligaciones regulares, esperando a que Santa y sus duendes trabajen y estudien por nosotros.
Así las cosas, considerando que el tiempo es restringido y, en este país, las presas se incrementan exponencialmente al nivel de los precios de los ingredientes del tamal, no podemos andar por la vida comprometiéndonos en cuanta cosa nos inviten, como si fuéramos una especie de “Nightcrawler” (el superhéroe de X-Men) con capacidad de teletransportación inmediata.
¡Imposible quedarle bien a todo mundo! Mejor administremos bien nuestras fuerzas y energías, eligiendo sabiamente con quién, dónde y cómo queremos invertir nuestro exiguo saldo de tiempo navideño. Si su plan vacacional es decretarse un autoexilio voluntario en Santa Teresa o Malpaís, bebiendo piña colada y meditando a la luz de la luna, o simplemente quedarse en su casa acostado viendo Netflix, no haga como yo y mejor váyase de vacaciones en cualquier otra época del año, menos en diciembre.
De lo contrario, volverá a la mal llamada vida real como si el trineo de Santa le hubiera pasado por encima y más agobiado que Arnold Schwarzenegger buscando a Turbo-Man en la película “El regalo prometido”. En otras palabras, más cansado de lo que salió y deseando que sea diciembre para, nuevamente, no volver a descansar y así, sucesivamente, en ese frenético ritmo de vida, se va menguando su salud (física y mental), su energía vital y, si me apuran, hasta su ilusión por la Navidad.
Y los tres anteriores son regalos demasiado sagrados y valiosos como para perderlos en medio de un arrebato de agobio y estrés. Disfrutemos las fiestas, no las suframos. En diciembre y durante todo el año, volvamos a lo esencial. ¡Feliz y Desacelerada Navidad!