Tomada de Telediario.cr

Todos los diciembres y, cada vez con mayor fuerza, surge un factor cotidiano que atenta contra el espíritu de paz y amor que debe imperar en esta época festiva. Y no me refiero a las bravuconadas de Rodrigo Chaves, a los pleitos de condominio en la Asamblea Legislativa o a los subcampeonatos de la Liga Deportiva Alajuelense.

Hay un elemento, tan preocupante como todos los anteriores juntos, que al igual que la tamaleada o el festival de la luz, nos acompaña, cual infaltable tradición decembrina, en estos días de vientos alisios y tardes soleadas (¡por fin llegaron!).

Hablo de las típicas presas que, año tras año, se acrecientan más, amenazando con robar lo poco que nos queda de paciencia, cortesía y prudencia. Si bien estos valores constituyen una tríada imprescindible que debería prevalecer en diciembre (y todo el año), es precisamente para estas fechas en las que más nos hace falta.

Basta con salir al “chino” de la esquina para comprobarlo. Filas eternas, ceños fruncidos, golpes al volante y madreadas al aire. Todo un cóctel explosivo que, aunado al alcohol e irrespeto a la ley de tránsito, explica por qué solo entre enero y septiembre de este año se contabilizaron más de 23.600 atenciones médicas por accidentes de tránsito, según cifras oficiales de la CCSS.

A como pinta la cosa, no quiero imaginarme cómo va a estar el último trimestre, que incluye el congestionado y sufrido doceavo mes. Si por la víspera se saca el día, no se extrañen si se impone un nuevo y avergonzante récord. Para muestra, un par de “botones” de lo que he podido ver y experimentar días atrás, cuando, para mi infortunio, tuve que adentrarme en ese campo de batalla en el que se han convertido las calles de San José (¿o de Costa Rica?).

Tomada de monumental.co.cr

En mi ruta hacia al este por la recién inaugurada -sin terminar- Circunvalación Norte, todo iba muy bien hasta que llegó la hora de tomar el carril auxiliar de salida hacia Calle Blancos o Tibás. Aquello era como las afueras del EBAIS de Cristo Rey a las 5 de la mañana. Una fila interminable de carros que casi llegaba a la entrada de la León XIII.

En un mundo ideal, lo que procedía era colocarme detrás del último auto de la fila. Pero, aparte de que nunca me di cuenta de que la cola era para salir de Circunvalación (insisto, era infinita), si hubiera esperado mi turno para tomar el carril, es capaz que todavía estaría ahí clavado, y yo no estaba dispuesto a pasar Navidad metido en una presa.

Así que tocó aplicar la “vieja confiable” de saltarme la fila y buscar cómo colarme un poquito más adelante. Ni para qué lo hice. Casi se me quema la direccional esperando que algún alma piadosa me diera espacio. O sea, yo entiendo, colarse en cualquier tipo de fila está mal (salvo que sea la del baño y ya no aguante), pero ser descortés no es tampoco la mayor de las virtudes.

Pasaron tres, cinco, diez autos… Y ni uno solo se dignó en darme campo y, más bien, a riesgo de darle un “besito” al del frente, le metían la chancleta para despejar cualquier atisbo de cortesía o educación. Yo, como conductor estoico, que, desde hace mucho renuncié a pitarle o gritarles a desconocidos en carretera (no vaya a ser que anden armados), opté por orillarme, reclinar el asiento y tomar una breve siesta a la espera de que alguien me dejara pasar.

¡Ay no! No le creo. Este “man” está exagerando, dirán ustedes. ¡Se los juro! Si hubiera cámaras del MOPT en el sector, los exhortaría a pedir el video para que lo suban a redes y, de paso, me concedan mi minuto de fama y viralidad como regalo navideño. Pero, como no hay, tendrán que confiar en mi palabra de “boy scout”. Más de uno al verme en ese plan resignado, en lugar de una sonora ofensa, me dedicó una amable y lastimera sonrisa, algo que, en semejante jungla asfáltica, ya era un logro digno de encomio.

Cuando me preparaba a pasar ahí la noche, un trailero (del que menos esperaba un gesto amable) se compadeció y finalmente me cedió el lugar, a lo que agradecí sin antes llevarme mi buena regañada: “A la próxima hace la fila”. No le respondí y seguí mi camino; algo tenía de razón.

La siguiente me ocurrió más recientemente, cuando, a falta de carro (se lo presté a mis papás para ir a Guanacaste) tuve que pedir un Uber para dirigirme desde mi casa, en La Uruca, a Radio Monumental, un trayecto de poco más de dos kilómetros que, en condiciones despejadas, recorro en cinco minutos en vehículo.

Ese día, como que todos los Santos Viales y Vírgenes del Asfalto conspiraron en mi contra… ¡y no hubo manera! Por más que inicié unos 20 minutos antes la búsqueda, simplemente no había autos disponibles y los que había me cobraban más de 8000 colones (lo que cuesta un viaje ida y vuelta al aeropuerto) o me cancelaban al último momento, después de una larga espera.

“Perdón amigo, es que hay alta demanda y mucha presa”, me dijo a modo de saludo el conductor, cuando finalmente pude encontrar uno (“Si no me decís, no me doy cuenta”, pensé). Para no cansarlos con la historia, tardé el triple de tiempo que me tardo normalmente y, por supuesto, llegué tarde a la radio. Y eso que me bajé antes del carro y, al mejor estilo de los “quiebraventanas” de Hatillo, pegué carrera en media rotonda Juan Pablo II. A la próxima, mejor me voy a pie y llego más rápido. ¡Literal!

Así como yo, quién sabe cuántas personas más, por el mismo motivo, no han podido llegar a tiempo a citas médicas, a la graduación del hijo, a una entrevista de trabajo, entre otros compromisos que no necesariamente corresponden a fiestas o reuniones sociales propias de la época.

Tomada del Observador.cr

Definitivamente, algo hay qué hacer en este país con el caos vial que nos manejamos. Ya el asunto está tomando tintes de tragicomedia griega: las tradicionales horas pico pasaron a ser días picos, extendidos de lunes a domingo, en periodos de 24 horas.

Lo comprobé, cuando de camino a Desamparados, un sábado de estos, como a las 8 de la noche, me encontré, en un barrio residencial, una congestión vial como la de la entrada a Heredia un viernes de quincena y de juego de la Sele. En ese momento me dije: ¡hasta aquí! Me guardo en la casa, como ermitaño, y no vuelvo a salir hasta que termine el mes o Santa Claus me regale su trineo, con todo y renos.

Dicen las estadísticas que, en el país, el 24% de las personas tarda más de dos horas en llegar a su lugar de trabajo, lo cual eleva los niveles de estrés, ansiedad e irritabilidad, afectando incluso sus responsabilidades diarias (trabajo, estudio, entretenimiento, etc.) y hasta sus proyectos de vida.

¡A lo que hemos llegado! O sea, cuando el de arriba nos llame a cuentas y nos increpe sobre la noble misión a la que dedicamos nuestra existencia terrenal, que no se extrañe si más de uno le responde: ¡a manejar en presas!

Creo que la vida está para más que eso. ¡Que Dios nos agarre confesados… y despejados!